Cuando vine a este lugar de Malde, existía muy cerca, como a trescientos metros por la carretera comarcal, una vaquería, que según me dijeron, era una de las pocas “industrias” valiosas del lugar: propiedad de una familia que vive en el molino, y el molino, que está debajo de mi casa, como es natural, al lado del río, pues en sus tiempos hubo de ser molino de agua. También hay curiosísimos molinos de mar, aprvechando las olas; se acaba de restaurar uno en Ortigueira. El de Malde ha conservado nombre y lugar.
Los ganaderos de la región ya protestaban entonces, hace unos diez años, de que el negocio se estaba poniendo difícil y ruinoso, sobre todo a raíz de la entrada de España en la CEC. El primer año compramos una lechera típica de aluminio gallego y María –diez años– iba, como otros vecinos, a la vaquería a que le vendieran la leche fresca. Y hasta los primeros días hicimos mantequilla. Conocimos a la familia que habitaba allí, sobre todo a Bernardo, el abuelo, que me venía a ver montado a caballo, cuando arreglábamos las piedras que era entonces la casa, y me explicaba cosas como que el agua de pozo por allí pudiera ser “firme” (es decir: que no se acaba nunca). En una de esas visitas me di cuenta de que apenas veía, pero conocía los lugares, los caminos, las cuestas... y sobre todo distinguía por el olor y el tacto. Se me ha quedado grabada su imagen al arrancar unas ramas de saúco y olerlas por encima (ya debía de saber que era saúco, al tacto): me explicó en un gallego precioso –que soy incapaz de transcribir– que por mucho que lo arrancara el saúco terminaba por rebrotar. Uno de los veranos, al llegar, me dieron noticia de su muerte relativamente repentina; pero no es de él del que quería hablar ahora, ni de Luciano, el labrador del 85 años que también iba caminando todos los días a la vaquería –un par de kilómetros–, ni de Celia, que protegió mi casa con una rama de olivo, ni de la mal querencia entre Celia y Luciano, por alguna historia vieja de amores, que nunca me contaron; ni de la tristeza de Lela, por una desgracia familiar, a quien durante muchos, muchos años vimos ir andando al cementerio con un ramo de flores... Cada caso es una historia, como todas, digna de contarse con cariño, cuidado, comprensión.
De lo que quería hablar hoy es de lo que he visto en el valle: desde la ventana de mi casa he vuelto a ver vacas y terneros; porque la vaquería se cerró; al parecer Antonio, el marido de Lela, tuvo un accidente que le dejó en cama; pero el negocio no iba bien. La vaquería está hoy abandonada y sus instalaciones ruinosas. Hace mucho que no veo a los camiones cisterna de las grandes centrales lecheras subir y bajar por el camino para recoger los grandes tanques de leche; y ya ni me acuerdo de la última vez que Lela nos regaló un requesón, tan fuerte... bueno: te tenía que gustar mucho la leche para tomarlo. En alguna ocasión contaré cómo se hacía el requesón, que aquí suele ser postre y se llama "queso fresco". Desde entonces yo, algo preocupado, vigilaba los precios de los “brik” de leche en el súper, para corroborar –como me contó Lela alguna vez– que se vendía la leche por debajo del precio que a ellos les pagaban, lo que quería decir, como todo el mundo sabía, que procedía de sabe dios dónde.
El caso es que, lo dicen las fotos que he tomado hoy desde mi ventana, han vuelto las vacas, ¿o serán solo terneros? Durante los primeros años alguna vez nos atormentaron los mugidos de algún ternero malherido –romperse una pata al saltar, por ejemplo–, que terminaba por ser sacrificado; o cuando me despertaba podía ver en el valle una procesión de vacas –hasta cincuenta llegué a contar– que iban a pastar, con su procesión de vuelta a casa horas después.
Hoy he contado veinte cabezas.
Que interesante lo que cuentas. Me vuelven recuerdos de mi infancia.
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