Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

viernes, 3 de septiembre de 2010

Pausa publicitaria


Mamá volvió de mal humor. Yo estaba dándole al mando de la tele, y lo primero que hizo, sin pronunciar ni una sola palabra, fue quitármelo de las manos de un zarpazo y apagar la caja tonta. La pantalla y yo nos quedamos mudas de terror. Papá al oír el murmullo de la jungla doméstica, asomó la cabeza de detrás del periódico: Mujer, si sólo son anuncios, y volvió a enfrascarse en una lectura que le duraba todo el día. A esa hora de la tarde, ya casi las ocho pasadas, andaría por la página de noticias internacionales o por las de sociedad. Tengo que aclarar que él empieza siempre a leer por la última página, de atrás para adelante. Alguien tiene que rebelarse contra el orden establecido, dice, y además, cuando vuelvan los moros y tengamos que aprender a leer al revés, yo ya estaré acostumbrado. Mamá, cuando le oye hablar así, se lleva un dedo a la sien, ya sabéis, lo del tornillo del loco, pero como papá no la ve, suele buscar la complicidad de mi sonrisa. Molesto eso de que los padres anden buscándola a una como aliada o testiga... el ordenador no me deja escribir testiga, me lo subraya en rojo. Otra injusticia más: el mundo está plagado de desigualdades. Quién es el guapo que me explica a mí por qué, si puede haber juezas, están prohibidas las testigas. Si algún día llego a ministra (dios me libre, qué bajo habría caído, qué fracaso de vida), reformaría la gramática. O todas o ninguna.
Mamá dijo que se iba a pegar una ducha a ver si se relajaba y salió dando un portazo. Papá ni se inmutó y yo volví a agarrar el mando.
Mis programas preferidos son los de publicidad. Lo que ahora llaman las pausas. Vamos a hacer una pausa y enseguida volvemos, dicen las presentadoras y sale un perrito que es una preciosidad relamiéndose con una lata de albóndigas vitaminadas. Mirando publicidad, una aprende mogollón sobre la gente civilizada. Mamá no me entiende y se pone hecha una fiera cuando me ve allí: te están comiendo el coco, hija mía, ¿no te das cuenta? Te volverás tonta de remate. A lo mejor le gustaría que estuviera en la calle dándole al botellón o encerrada en el cuarto chateando con alguno de esos subnormales que viven pegados a la pantalla. A mis años yo tengo ya mi filosofía de la vida y mis pautas de conducta. Y todo lo que sé lo aprendí con los anuncios. Hasta el sexo, pero ése es mi jardín secreto.
Mamá es vendedora en una tienda de ropa. No en una tienda cualquiera, qué va, en una cadena que se posiciona en todo lo alto del ranking empresarial. Me siento orgullosa de ella cuando, a una hora de máxima audiencia, meten una cuña comercial y sale el anuncio de las tiendas con una música que yo antes no había oído nunca, Chostakovitch, nena, valse numero dos de jazz, me dijo papá. Tengo el anuncio grabado en el deuvedé.
Mamá salió de la ducha con una toalla enrollada en la cabeza y oliendo a colonia, pero sin que se le hubiera pasado el cabreo. Durante la cena —papá salía de detrás del periódico y yo apagaba la tele— nos contó que habían colocado en la tienda por lo menos seis cámaras de vídeo; será por la seguridad, dijo papá, con tanta gente en el paro y tanta delincuencia; para la seguridad tenemos a Quique, el de Prosegur, dijo mamá, ¿le habéis echado sal a la tortilla?, nadie lo diría. Quise explicarle que por la tele estaban dando una campaña contra el exceso de sal, pero vi que no era el momento. Son para vigilarnos a nosotras, siguió mamá, para meternos más presión. Papá le dijo que no debía perder la compostura ni poner en peligro la armonía de la vida de familia por algo que no pasaba de ser una menudencia. Claro, como tú no trabajas ni tienes que aguantar a ningún imbécil, dijo mamá apuntándole con el cuchillo; pero papá no se acobardó: yo no tengo trabajo, el mundo está al borde de una guerra mundial, cada treinta segundos se muere de hambre un niño o explota una bomba que mata a cuarenta inocentes y tú te pones histérica por una videocámara de mierda; o sea, respondió mamá, que si yo dejo que la cámara me filme el culo cuando voy a los servicios, los niños del tercer mundo ya no se van a morir de hambre ¿me puedes explicar qué tiene que ver mi culo con tus témporas? Yo me levanté y me subí a mi cuarto para no asistir al espectáculo lamentable de dos adultos responsables y en plena madurez sexual arañándose como dos gatos callejeros. Me tumbé en la cama y me puse los cascos para que no me alcanzaran los gritos. Estas cosas nos pasan, pensaba yo, por no querer poner la tele durante las comidas; como principio absoluto está bien, pero hay que saber amoldarse a la circunstancias cotidianas. Mirando anuncios cenaríamos entretenidos, qué digo entretenidos: aturdidos, embelesados por ese derroche de imaginación creativa, todo lo cual redundaría en beneficio de la concordia familiar. Pero no, yo no estoy aún en edad de imponer mi punto de vista.
Cuando salí, porque me pareció que lo mejor era no dejarlos mucho tiempo solos, papá se había ido. Mamá seguía sentada a la mesa delante de los platos sucios; las servilletas de papel hechas bolitas arrugadas; los vasos colmados de tristeza; todo estaba hecho un asco: y para colmo la pantalla de la tele apagada, muda, ciega, ensombrecía aún más aquel cuadro de desolación y de derrota. A pesar de todo a mí me entró la risa al ver allí a mamá con la toalla enrollada como un turbante y le dije, anda ven que te voy a peinar. Te doy una revista y miras los anuncios, las páginas de la derecha, ya sabes: y si no, me cuentas con más detalle lo de las cámaras de vigilancia. No opuso resistencia alguna, la pobre, y me contó mientras la peinaba. La jefa, que lo vigila todo por ese circuito cerrado que les han puesto, le había llamado la atención dos veces; la primera, por no haber acompañado a una clienta hasta la puerta y haberla despedido a media tienda; la segunda porque al hablar con otra tenía las manos en las caderas. ¿Tú imaginas lo que es estar todo el día sabiendo que alguien vigila cada uno de tus gestos para pillarte en falta? Se me hizo raro porque tenía la voz como la de alguien que va a echarse a llorar. Nadie me creerá lo que voy a escribir, pero sentí una especie de ternura, como si fuera yo la madre y ella la hija. Me quedé cortada porque era la primera vez. ¿Y ahora qué hago yo? Me acordé de un anuncio precioso, de Iberdrola, la compañía eléctrica, uno de esos anuncios hechos para vender imagen. Se ve a una chica como yo secándose el pelo en un cuarto gris, de paredes desnudas. Ella enchufa el secador eléctrico y al instante se oye una música de violines y del secador sale un chorro de pétalos multicolores y perfumados, una lluvia de flores que flotan por la habitación y van alfombrando el suelo, dando color a las paredes, alegrando la vida. Entonces se oye una voz muy masculina que dice, cada vez que te secas el pelo, un prado se llena de flores. ¿Por qué iba a ser una publicidad engañosa? ¿Por qué no iba a poder yo vestir de flores y perfumar de felicidad la derrota de mamá? Espera, le dije, espera, voy a buscador el secador y hacemos una pausa. Ya verás cómo luego te vas a sentir mejor. Corrí al cuarto de baño y volví con el secador en la mano y el corazón lleno de esperanza. Fe en la publicidad, la publicidad y la fe son los motores que mueven el mundo. Enchufé, levanté el brazo como si el secador fuera la antorcha de la estatua de la libertad y le di al botón de encendido...



Eduardo Jauralde Pou

1 comentario:

  1. Muy bonito. Quién quiere cambiar una hija como esa por uno de mis hijos: dos chicos fenomenales, pero que nunca me secarían el pelo con esa dulzura.
    Un trozo de vida bastante creíble.

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