Anda Mahler al retortero, por su centenario. Oí pasajes de sus sinfonías por primera vez hacia 1961, 1962.... cuando estudiaba filosofía y letras en Madrid. Había muy pocas grabaciones, tan pocas que con mi compañero más musical, José García Blanco, con Julio Linarejos, no sé si con Pilar (J.G.) y Aníbal G.P.), escuchábamos música en unas cabinas de la Biblioteca Nacional, donde tenían grabaciones y vinilos. Apenas la primera y la cuarta, pero también algun canción de sus ciclos más conocidos. Yo estaba prendado de aquella música que me daba un horizonte romántico y existencial muy extenso: un movimiento lento de Mahler era como la continuación del tercer movimiento de la novena beethoveniana, o la continuación del amanecer wagneriano (en la “Titán”, por ejemplo), o como la continución de mis fracasos amorosos, la meditación que seguía por horizontes inciertos de estratos rojos cuando françoise hardy no me hacía caso.
En aquellos tiempos de Mari Castaña –heroína gallega, por cierto– los arriba mentados, y algunos más, hacíamos guardia durante noches enteras para poder sacar entradas en los conciertos del Monumental. Allí escuché la novena, dirigía Igor Markevich, seguida de una gran pitada; pero allí no sonaba Mahler, que yo me acuerde, cuyos discos y grabaciones perseguía con poco éxito, y sobre todo con poco dinero. Cuando me tuve que ir de Madrid –cursaba segundo de carrera, fue el año de las grandes manifestaciones y yo era alumno de García Calvo–, a Salamanca, llevaba grabadas en un magnetofon mis cintas predilectas, y en un piso de la calle Libreros que compartía con vaskos y canarios –estudiantes de medicina y derecho– me daba atracones del repertorio para combatir el frío y la soledad de aquella ciudad de piedra, dominio de un decano peligroso, que me daba clase: Lázaro Carreter, en lucha desigual con las fuerzas locales. El aprendiz de médico canario llegaba todas las madrugadas completamente borracho, enseñaba como trofeo a sus compañeros de piso las bragas obtenidas aquella noche y nos despertaba, si hacía falta, a todos para contarnos detalles de la hazaña. Y hazaña era, porque conseguir unas bragas –solían ser rojas, además– hacia el año 1965 en Salamanca, era probablemente mucho más difícil que aprobar anatomía patológica.
Una noche en la que venía menos cargado y más triste me pidió por favor que le pusiera aquella música que había oído otras noches en mi cuarto, y que la pusiera muy alta. Como no la identificaba, hice pruebas con los preludios de Liszt; con la incompleta de Schubert, con Dvorak, con los tres conciertos de violín clásicos, con algo de Grieg....; cuando le puse la cuarta de Mahler me pidió que la quitara, que eso no le gustaba.... Lo encontré finalmente: era la Patética. Ya se ve por dónde iban nuestros amores.
Mi siguiente encuentro con Mahler –menos sustancial– fue tres o cuatro años más tarde, después de atravesar la mili (¡donde nos ponían por los altavoces la sinfonía clásica de Prokofief!), y una larga estancia en Bretaña, donde me enamoré de Dominique, Debussy y Ravel –conjunción cuya trascendencia todavía no he superado–, mi siguiente encuentro, decía, fue en Gandía, con la cátedra de instituto recién obtenida –fui joven precoz, “escandalosamente precoz” al decir del director general que recibió a los doce cátedros de mi promoción. El caso es que mi compañero de filosofía del instituto nuevo de Gandía era José Iborra, persona de bien, de cualidades y conocimiento, joven, creo que catalanista –nos daba clases de valenciano–, con el que hacíamos huelgas, y ¡tenía vinilos de Mahler! ¡Y yo había conseguido algún otro! Nos prestamos la sétima durante algunos días. Me acuerdo de su comentario al chalanear con el vinilo: “Demasiado digresivo”, “La falta algo”. Estuve de acuerdo. “Lied der Nacht” tiene un primer movimiento, un “langsam” de unos veinte minutos. Lo de citar en alemán el “lento” de “la canción de la noche” viende de porque con mis colegas citados (Pepe G.B., Aníbal G.P., Julio L.S. y José G.Y.) estudiaba alemán. Estudiábamos alemán siempre, todos los años, todos los meses, todas las semanas. Y hasta un verano nos fuimos los cinco a Stuttgart, para aprender alemán con los emigrantes griegos, turcos y yugoeslavos de las fábricas y supermercados. Y hasta tuvimos un profe particular que nos daba clase en la cafetería Viena e íbamos al Instituto Alemán de la calle Zurbano, en donde cantábamos villancicos y el coro de la novena. Y así durante años y años. Mi edición alemana de las obras de Kafka lleva mi firma del 12 del 12 de 1966. Desprecíabamos el inglés, claro: cosa del sistema.
No tengo ya ni idea de alemán y mi inglés –tardío y remolón– asusta a mis colegas anglosajones.
Luego vino un periodo de inflación y descubrimientos cuyos hitos son bien conocidos: “Muerte en Venecia” –que vi en un cine de Granada, un domingo por la tarde, con el patío de butacas revuelto (“¡Maricón!”), y el adagieto de la quinta con el fondo de las pipas, los amores de Alfonso Guerra, las primeras colecciones de sus sinfonías.... Da un poco de vergüenza contarlo, pero incluí en mi lista de bodas –esas cosas se hacían–, en Gandía, la edición de las sinfonías de Mahler, recién publicada en España por la Deutsche Gramophon, interpretadas por la orquesta sinfónica de la radiodifusión bávara, dirigia por Rafael Kubelik –de vuelta de Chicago–, que además terminaba con el “andante-adagio” de la décima sinfonía (1910), que en colecciones posteriores no aparece. El álbum lleva ilustraciones de Gustav Klimt (de la Galeria Welz, de Salzburgo) que, aunque de época, tampoco son referente armónico, me temo: sugieren –ismos y no esa llamarada en las alturas que parece no terminarse nunca, que son los mejores momentos de Mahler, es decir, el final de un tiempo que no quiere que se termine.
Y a partir de ahí comenzó otra aventura auditiva, que se mezcla ya con lo que le ha venido ocurriendo a Mahler durante los últimos treinta años. Hace muy poco, al investigar los fondos quevedianos que Fernández Guerra dejó a su sobrino Luis Valdés, y Luis Valdés a sus herederos, Javier Miranda, uno de ellos, se me presentó como el presidente de la asociación de amigos de Mahler. Y el compositor y don Francisco se dieron la mano. Intenté escuchar a Mahler mientras leía algunos poemas serios de Quevedo: no funcionaba la armonía, sino el contraste. Quevedo consuena muy bien con el padre Victoria y alrededores; Mahler va de la mano con los beatles, moustaky y el dúo dinámico, mal que les pese a los mahlerianos. Y así anda en mi vieja viniloteca, con otras muchas armonías, de cuya conjunción sale el retrato musical de hace años.
De modo que cuando leo –en uno de los suplementos culturales de este sábado, el de La voz de Galicia, entrevista a Norman Lebrecht– que Mahler está desbancando a Beethoven en el favor del público y que si patatín y patatán, me pregunto si esta resurreción a paisajes musicales de tonos wagnerianos, adelgazados hasta lo sublime a veces, no nos está devolviendo a un lugar que creíamos superado, abandonado. Lo que nunca significará que la música de Mahler no haya de gustarnos, ¿eh?
Y que el tiempo no es obligaroriamente “progreso”.
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