Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

miércoles, 15 de septiembre de 2010

La calle 32 de Nueva York




Escribo en una salita de la planta cuarta del centro de graduados (CUNY), en la 5ª avenida, enfrente del Empire State y su cola de visitantes. La salita está dominada por la técnica y he tardado en saberlo: estoy solo y si me quedo quieto y pensativo, ido a mis pasiones mentales o a mis lucubraciones profesionales, la luz primero se atenúa y luego me deja a oscuras. La primera vez me asusté, porque con el lío de horas, sueños y comidas pensé que me había quedado encerrado, como en las pelis de miedo, y que con mi mal inglés lo iba a pasar pero que muy mal para intentar justificar mi soledad pensativa, poética y profesional; y me rasqué, probablemente la oreja, y al hacerlo, al rasquido (¿), la luz primero cobró como un soplo azulado y luego me iluminó el lugar, como perrillo al que se le hace caso. Ahora ya sé que es una luz viva que quiere notar mi presencia, o sea que de vez en cuando paso la mano por el lomo del aire de la mesa, juego con los dedos a hacerle cosquillas, o me remuevo en la silla para que comparta conmigo la inquietud, luz compañera que así te gusta estar viva y hacer tus luminarias, con alguien que te lleve a los ojos y comparta contigo tu vida de mariposa.

Es el caso que andaba cerrando tareas: no tengo impresora y he ido cambiando los modos de mi exposición en un coloquio, en el que hablaré –en el Instituto Cervantes de Nueva York, con otros colegas dignísimos, Carreira, Lawson, Yeves...– de “Reyes, mecenas y nobles en la poesía de Quevedo”. Quiero despojarlo de toda la carga erudita, de citas, de datos e intentar algo mucho muy más cordial, cercano, casi más hablado que nada. Fabrico un nuevo guión en consecuencia, para que la exposición sea oral. Bueno, bueno: esto no viene a cuento ahora.




Lo que yo quería contar es, sin embargo, por qué en este lugar –acaban de llegar, primero Clayton y luego Lía Schwartz– y no en cualquiera de las infinitas cafeterías, restaurantes, establecimientos... etc. abiertos en este Nueva York, tan vivo y escandaloso. Pues porque el hotel La Quinta, en donde nos alojamos, está en la calle 32, y esa calle, exactamente entre la 5ª avenida y Madison, es de “Corea way”, y allí se concentran multitud de establecimientos coreanos o para coreanos y, en consecuencia, las gentes lo habrán de ser también. Por imperdonable carencia de mi formación humanística no conozco lenguas orientales y me resulta dificultoso –¿provincianismo español?– distinguir a bote pronto coreanos de chinos o de otros orientales. De manera que las damas de esa calle para mí son “orientales”, dicho sea con toda la ternura del mundo. O sea que salí del hotel, me percaté de lo que me rodeaba y, ayer por la noche, anduve de lugar en lugar, como nube, deteniéndome en todos, en una borrachera procesional que me aturdía y me llenaba de gozo. Como no había cenado nada y era una hora indeterminada en la que todo podía ocurrir en cuestión de alimentos, en cada establecimiento que entraba del ramo “comer”, probaba algo: espinacas cocidas, calabacines con pimienta, 

Yugourt con frambuesas, alubias pintas dulces, rollitos de arroz, mucho tofu, bebidas con gengibre y maíz transgénico... (e incluso hice una foto de una de esas bandejas). Y cada cata era lenta, saboreada, en un ambiente del que intentaba no perder comba. Nunca fue caballero de damas tan bien servido. Me pesaban en libras las verduras (¿serían acelgas?) y me pedían los dineros con una dulzura exquisita. Yo pagaba sin rechistar y cogía palillos, que luego no sabía usar.  Todo con dignidad, de verdad. Estoy casi seguro de que no se me notaba la emoción. Ya saben ustedes que Menéndez Pidal nos dejó un hermoso trabajito hablando de la palabra “sosiego”. Sosiego y gravedad atributos fueron de nuestros antepasados en tiempos de Felipe II, el del cuadro de Pantoja. Y así yo deambulaba por la calle 32, con una sonrisa apenas esbozada y una cena a trompicones que podría darme la noche. ¡Qué noche!, ¡qué cena! No dormí bien, pero no por las cosas de la digestión –al fin y al cabo dominaban las verduras–, sino por las circunstancias de los hoteles americanos, en donde, por ejemplo, te prohíben abrir las ventanas.

Se sentó en mi mesa enfrente y ni una sola vez levantó los ojos (se los hubiera cazado, claro). Se limitó a comer y a jugar con el teléfono. Es una perogrullada observar y comentar: los modos de las gentes de la calle 32 son totalmente norteamericanos

Y aquí estoy, ahora, acariciado por la luz, que comparte amores con más gente que ha ido llegando, esbozando un nuevo guión para mi perorata de mañana, mientras Julio Ortega habla a mis colegas sobre Zurbarán y el Barroco Atlántico, y yo dudo si aceptar una invitación que me han hecho para cenar esta noche o si retirarme pronto, a mi barrio, a mi hotel, que ya estoy muy mayor. 



1 comentario:

  1. Encantador, Pablo. Casi te oigo hablar. Claro, entre una cena con J.O y la cama yo eligiria la ultima!

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