despacho de la dirección de Castalia en Madrid |
Mantuve ayer una de las reuniones habituales en Castalia, la vieja editorial en la que, desde hace unos diez años, dirijo algunas colecciones, entre ellas Clásicos Castalia. En su local de la calle Zurbano tiene la sede, y en la sede un despachito, entre otras habitaciones, que es donde habitualmente se mantienen las reuniones para dirigir y proyectar la editorial, que desde hace ahora unos cuantos meses, ha cambiado de propietario –y en consecuencia, de editor–; ahora pertenece a Edhasa.
Lo que yo quería indicar, no obstante, ahora que libros, editoriales, papel impreso, etc, han entrado en zona confusa de porvenir azaroso es que ese lugar –editorial, despacho– es como un pequeño santuario de un pasado literario muy peculiar, que se ha contado muchas veces, desde luego. Dirigieron la colección Rodríguez Moñino, el gran bibliógrafo, que la inició; José Fernández Montesinos, cuya foto entre elegante e irónica, presidía las reuniones; poco tiempo estuvo allí Fernando Lázaro Carreter –yo le tuve como profesor, en Salamanca, pero apenas le conocí en sus funciones de director de la CC– y Alonso Zamora Vicente, con el que más tiempo compartí –era mi maestro– tareas. En ese despacho conocí y traté a muchas personalidades de nuestras letras, entre las cuales solo voy a recordar a Amparo Soler (“Gráficas Soler”), la antigua impresora y promotora de la editorial, elegante, emprendedora, activa.
El despacho ahora padece de la “crisis”, como todo en este extraño país, e intenta remontar el vuelo con el impulso que los nuevos dueños quieren dar a la editorial. Recuerdo, en los últimos años, las concienzudas reuniones de quienes habíamos inventado la REC (“Revista de Erudición y Crítica”), que dedicábamos largas sesiones, con los editores, para montar cada número: Mario Hernández, Pablo Moíño, María Fernández y yo mismo.
La reflexión sobre qué va a ser del libro no es de un rincón tan corto. Lo último que he leído –en Argentina– y lo último que he visto –en Nueva York– es desconcertante, pero alentador: el libro recobra el vuelo perdido y se envalentona frente al libro electrónico, al que doblega curiosamente, con elegancia e historia. El libro remite a un concepto de escritura, se erige en centro de un lugar desde donde se despliega todo un ámbito, recorrido antes por la historia, con mayúscula. Incluso su formato futuro está empezando a beneficiarse del libro electrónico que, hay que subrayar este hecho, "le imita" hasta en su textura.
Añado un enlace para un estupendo artículo de Irene de Benito (la referencia argentina de marras) en La Gaceta argentina.
Lo que yo quería indicar, no obstante, ahora que libros, editoriales, papel impreso, etc, han entrado en zona confusa de porvenir azaroso es que ese lugar –editorial, despacho– es como un pequeño santuario de un pasado literario muy peculiar, que se ha contado muchas veces, desde luego. Dirigieron la colección Rodríguez Moñino, el gran bibliógrafo, que la inició; José Fernández Montesinos, cuya foto entre elegante e irónica, presidía las reuniones; poco tiempo estuvo allí Fernando Lázaro Carreter –yo le tuve como profesor, en Salamanca, pero apenas le conocí en sus funciones de director de la CC– y Alonso Zamora Vicente, con el que más tiempo compartí –era mi maestro– tareas. En ese despacho conocí y traté a muchas personalidades de nuestras letras, entre las cuales solo voy a recordar a Amparo Soler (“Gráficas Soler”), la antigua impresora y promotora de la editorial, elegante, emprendedora, activa.
El despacho ahora padece de la “crisis”, como todo en este extraño país, e intenta remontar el vuelo con el impulso que los nuevos dueños quieren dar a la editorial. Recuerdo, en los últimos años, las concienzudas reuniones de quienes habíamos inventado la REC (“Revista de Erudición y Crítica”), que dedicábamos largas sesiones, con los editores, para montar cada número: Mario Hernández, Pablo Moíño, María Fernández y yo mismo.
La reflexión sobre qué va a ser del libro no es de un rincón tan corto. Lo último que he leído –en Argentina– y lo último que he visto –en Nueva York– es desconcertante, pero alentador: el libro recobra el vuelo perdido y se envalentona frente al libro electrónico, al que doblega curiosamente, con elegancia e historia. El libro remite a un concepto de escritura, se erige en centro de un lugar desde donde se despliega todo un ámbito, recorrido antes por la historia, con mayúscula. Incluso su formato futuro está empezando a beneficiarse del libro electrónico que, hay que subrayar este hecho, "le imita" hasta en su textura.
Añado un enlace para un estupendo artículo de Irene de Benito (la referencia argentina de marras) en La Gaceta argentina.
Gracias por el comentario y el artículo, Pablo.
ResponderEliminarHay un congreso interesante al respecto en noviembre. Lo dejo por aquí, por si le interesase a alguien: http://www.congresodeliteratura.es/index.php?option=com_content&view=article&id=44&Itemid=54
Un saludo.