En la buhardilla
Los niños tenían un secreto. En la buhardilla, entre los trastos de todo un siglo, en un recoveco hasta el que ningún adulto podía abrirse paso, Hans, el hijo del abogado, había descubierto a un desconocido. Estaba sentado sobre un arcón adosado verticalmente a la pared. Cuando vio a Hans, su cara no reveló ni espanto ni asombro, sino mera apatía; le devolvía la mirada a Hans con sus ojos claros. Tenía calado en la cabeza un gran gorro de astracán. Un grueso bigote se desplegaba tieso por su rostro. Iba vestido con una amplia pelliza marrón, sujeta por un fuerte correaje que recordaba las riendas de un caballo. En el regazo tenía un sable corto y curvado, enfundado en una vaina con reflejos mates. Los pies estaban metidos en unas botas de caña alta con espuelas; un pie descansaba sobre una botella de vino volcada, y el otro en el suelo, ligeramente levantado por la punta y afianzado en la madera con el talón y la espuela. «Aparta», gritó Hans cuando el hombre intentó echarle mano con lento ademán, y salió corriendo hacia la parte nueva de la buhardilla; no se detuvo hasta que la ropa tendida allí, aún húmeda, le abofeteó la cara. Pero enseguida volvió. El desconocido seguía sentado, inmóvil, con el labio inferior echado hacia delante en un gesto aparentemente despectivo. Hans se acercó con sigilo y precaución, temiendo que aquella inmovilidad pudiera ser una trampa. Pero el desconocido parecía no albergar realmente ninguna intención aviesa; estaba totalmente relajado, tanto que su cabeza se balanceaba arriba y abajo de manera casi imperceptible. De modo que Hans se atrevió a apartar una vieja y agujereada pantalla de estufa que todavía lo separaba del desconocido, y se le acercó hasta llegar a tocarlo. «¡Cuánto polvo tienes encima!», dijo sorprendido mientras retiraba la mano ennegrecida. «Sí, mucho polvo», dijo el desconocido, y no añadió nada más. Tenía un acento extraño; Hans no entendió las palabras hasta después de pronunciadas. «Soy Hans», dijo, «el hijo del abogado, ¿y tú quién eres?». «Ah», dijo el desconocido. «Yo también soy un Hans, me llamo Hans Schlag, soy cazador y nací en Baden, en Kossgarten am Neckar. Viejas historias».
Franz Kafka
Los niños tenían un secreto. En la buhardilla, entre los trastos de todo un siglo, en un recoveco hasta el que ningún adulto podía abrirse paso, Hans, el hijo del abogado, había descubierto a un desconocido. Estaba sentado sobre un arcón adosado verticalmente a la pared. Cuando vio a Hans, su cara no reveló ni espanto ni asombro, sino mera apatía; le devolvía la mirada a Hans con sus ojos claros. Tenía calado en la cabeza un gran gorro de astracán. Un grueso bigote se desplegaba tieso por su rostro. Iba vestido con una amplia pelliza marrón, sujeta por un fuerte correaje que recordaba las riendas de un caballo. En el regazo tenía un sable corto y curvado, enfundado en una vaina con reflejos mates. Los pies estaban metidos en unas botas de caña alta con espuelas; un pie descansaba sobre una botella de vino volcada, y el otro en el suelo, ligeramente levantado por la punta y afianzado en la madera con el talón y la espuela. «Aparta», gritó Hans cuando el hombre intentó echarle mano con lento ademán, y salió corriendo hacia la parte nueva de la buhardilla; no se detuvo hasta que la ropa tendida allí, aún húmeda, le abofeteó la cara. Pero enseguida volvió. El desconocido seguía sentado, inmóvil, con el labio inferior echado hacia delante en un gesto aparentemente despectivo. Hans se acercó con sigilo y precaución, temiendo que aquella inmovilidad pudiera ser una trampa. Pero el desconocido parecía no albergar realmente ninguna intención aviesa; estaba totalmente relajado, tanto que su cabeza se balanceaba arriba y abajo de manera casi imperceptible. De modo que Hans se atrevió a apartar una vieja y agujereada pantalla de estufa que todavía lo separaba del desconocido, y se le acercó hasta llegar a tocarlo. «¡Cuánto polvo tienes encima!», dijo sorprendido mientras retiraba la mano ennegrecida. «Sí, mucho polvo», dijo el desconocido, y no añadió nada más. Tenía un acento extraño; Hans no entendió las palabras hasta después de pronunciadas. «Soy Hans», dijo, «el hijo del abogado, ¿y tú quién eres?». «Ah», dijo el desconocido. «Yo también soy un Hans, me llamo Hans Schlag, soy cazador y nací en Baden, en Kossgarten am Neckar. Viejas historias».
Franz Kafka
Glosa al texto «En la buhardilla», procedente del cuaderno en octavo A (noviembre-diciembre de 1916) de los escritos póstumos de Franz Kafka.
La buhardilla en cuyo interior se halla el desconocido posee los rasgos propios de los lugares en los que una puerta da paso a un espacio hueco, no diáfano, sino constituido por una serie de recovecos o sinuosidades, ocupado en parte por un sinnúmero de objetos heterogéneos, inútiles o en desuso, y cuyo fondo, de difícil acceso, no se alcanza a adivinar. El arquetipo de dichos lugares es la cueva. El que no ha entrado todavía en una cueva se figura lo que quiera que pueda haber en su interior como la encarnación viva, a punto de despertarse, de lo desconocido. De ahí que el interior indeterminado de la cueva sea una de las figuras que tradicionalmente ha adoptado el genérico exterior indeterminado donde, ya sea porque le proporciona cobijo, ya sea porque en él tiene la querencia, permanece relegado, como un desterrado, u oculto, como un bandido o una criatura soterraña, lo que carece de lugar en el sistema de clasificación de las cosas del mundo, lo que no se corresponde con ninguna de las categorías o subcategorías de que la gramática vigente se sirve para dar cuenta de la realidad: lo monstruoso. Si a ello se añade que en no pocos desvanes habitan animales que, como el ratón o el murciélago, causan, a despecho de su carácter inofensivo, aprensión, o producen, en algún grado, aversión o repugnancia, no es extraño, entonces, que el personaje del desconocido posea unas connotaciones, sugeridas en virtud del contexto en que aparece, que lo emparentan con los animales de los desvanes y, en último término, con los monstruos de las cuevas. Pero lo monstruoso es tan solo una de las dos caras que, como la cabeza de Jano bifronte, posee aquello que, no formando parte de ningún género ni especie, permanece dentro de la cueva. La otra cara es la de lo que no tiene precio, la de lo que escapa al principio de equivalencia: es decir, la representada por el tesoro, que, desde Hesiodo, ha venido guardándose en cavidades subterráneas. En el interior de las anfractuosidades de una gruta vive una serpiente terrible que, con el paso del tiempo, ha llegado a crecer desaforadamente, y a la que le han nacido dos extremidades anteriores, sobre tres de cuyos dedos, que son larguísimos, y que terminan en uñas corvas, fuertes y agudas, se extienden unas alas membranosas similares a las de los quirópteros. En su regazo guarda las manzanas de oro del jardín de las Hespérides. Por su parte, Hans Schlag, el desconocido, animal de desván, cubierto por una capa de polvo, que causa extrañeza o aprensión, a pesar de no albergar ninguna intención aviesa, guarda, a su vez, como un dragón ceniciento, un tesoro: «Viejas historias».
Juan Ramón Trotter
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