Esta entradita sigue la que días atrás inició la definición de “literatura”, que se ha de proseguir aun y todavía más durante cierto tiempo, para redondear el tema.
La referencia ahora es a actos verbales, que pueden aparecer en el breve despliegue crítico como “discursos”, “textos”, etc. Para lo actos verbales cabe hacer el mismo esquema que para los restantes, lo que parece obvio: su función primaria, la comunicativa podría efectuarse con precisión, ajuste, adecuación, etc. y provocar el abanico de sensaciones al que aludíamos en la primera lección simple de teoría literaria: placer, satisfacción, armonía, por ejemplo. Y de ahí –no hacemos más que retomar conceptos ya habilitados– a provocar o sugerir que cualquier hablante –la técnica de hablar es natural en todos los que pertenecen a la misma comunidad lingüística– intente lograr los mismos efectos, incluso mejorarlos, incluso despertar esos efectos sin necesidad de acarrear contenidos, de comunicar. Hay muchas posibilidades, casi infinitas. Si no fuera algo así como desvelar el final de nuestra novela-crítica, yo diría que el conjunto de esas posibilidades es lo que se va a llamar “literatura”.
Hablar y escribir, primero. Hablar y escribir de modo que esa acción cumpla adecuadamente su función primaria; posibilidades de que a lo largo de la historia los elementos accesorios, decorativos, externos, superfluos, etc. se sustantiven, desplacen a los funcionales, incluso se olviden de la función “comunicativa” y se construya una teoría sobre cómo conseguir otros efectos, quién sabe hacerlo, de qué maneras se organizan los objetos verbales que así se construyen. Bombardear al acto de la comunicación o expresión verbal con todo tipo de atributos derivados de los efectos que experimenta tanto el que habla, como los que escuchan, y definir la literatura poniendo en juego todos esos efectos –¡que cambian con el tiempo, con la historia!–, hasta configurar un objeto o un proceso llamado “Literatura”, que no es más que un pensamiento histórico aplicado como si no lo fuera.
Hablaba, pues, de desarrollo, creación y consolidación de todos estos aspectos, es decir, de lo que origina una teoría de la literatura, una preceptiva, un catálogo de géneros literarios; eso es algo que ocurre sinuosa, lenta, inexorablemente a lo largo del tiempo, que se atisba en diferentes momentos de culturas diversas y que, en la occidental, se puede dar como “inventada” y consolidada al final del periodo clásico, a mediados del siglo XVII. Para entonces ya parece normal hablar de “literatura”. Si se ha seguido la argumentación hasta ahora se convendrá conmigo que la literatura, en rigor, no existe como tal, a no ser que así califiquemos a cualquier discurso lingüístico.
¿Qué es lo que ha ocurrido entonces? Que hemos convenido en llamar literatura a un conjunto de discursos ejecutados y realizados para que ejerzan en nosotros efectos de un cierto rango de valores, vagamente conexionados con el sentido de la belleza, la capacidad del estilo, la posibilidad de la emoción y bastantes más, eso depende de escuelas. Conjunto de discursos y sus efectos que solo con poco rigor podríamos etiquetar como “literatura”, de la manera que tampoco acepta el término el mero etiquetado de “artificioso, imaginado o irreal”.
Es verdad que para que tal concepto surgiera y se hiciera hueco fue preciso que, desde otros horizontes, emergiera un tipo de discursos que querían negar esos efectos, que necesitaban negarlos para construir verbalmente el universo de las ciencias, que tenía que ser soportado por un lenguaje neutro, casi objetual. Eso provocaba un reacomodo de conceptos, como si de un rompecabezas se tratase. Por un lado estaba el arte, por otro lado estaba la ciencia.
Aun más lejos va a quedar un conjunto de elementos conceptuales que suelen derivar de la aceptación del término y de su tradición semántica, que nos trae a discusión otros como “arte”, “genio”, “autonomía”, “inspiración”, etc. Todos los cuales habrán de ser motivo de reflexión simple, que enlace con la que ahora termina, en las próximas consideraciones.
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