Me di cuenta de que había exageración cuando al guardar la compra del último súper las tres nuevas tabletas de chocolate –Valor, Nestle y Lindt– hicieron montón con dos más que quedaban de la remesa anterior. Inconscientemente había acumulado provisiones para que no me ocurriera otra vez lo de aquel último sábado, maldito, cuando salí, a la desesperada, a buscar chocolate, pasada la media noche. Fue todo un puro disparate; primero, el haber cedido a la necesidad y no haber sido crítica conmigo misma y consecuente con mis planes; luego, el haberme encontrado, de vuelta, con Antonio, que volvía de su particular chocolate –cargadito, con los ojos nublados–, sin duda, y el haberle dejado que me acompañara de vuelta a casa, porque era muy tarde y qué que hacia yo con esas pintas; y luego todo lo que sucedió mientras, ya en el ascensor, yo comía chocolate sin el control habitual, porque lo compro sin azúcar, y Antonio, que había adivinado que debajo del abrigo había muy poca defensa de ropa para llegar a mi cuerpo, me había arrinconado en el cuchitril aquel, y me andaba medio hocicando....
Un desastre fue dejarle entrar en casa, porque desde el momento que lo hizo, ya me di cuenta de que iba a ser pero que muy difícil convencerle de que lo que yo quería era chocolate y no sexo. Bueno, me es igual, o que el chocolate me servía como sexo. El caso es que aquello se complicó y, en teoría, yo ya había establecido mentalmente unas pautas de vida en las que el sexo –vamos, sobre todo ese sexo, el concedido porque sí– tenía que terminarse, que iba a ser resueltamente una chica que ya había atravesado las turbulencias juveniles, que no estaba dispuesta a malgastar sus emociones, y que iba a mantener una maravillosa dieta de vida plena, que muchas veces me iba a satisfacer muy por encima del sexo y sus circunstancias. La dieta incluía el cultivo de mi actividad natural como persona culta y formada: el arte, la pasión por el arte en todas aquellas manifestaciones que yo sabía que me sublimaban de manera tal que podía sentirme plena, satisfecha, en armonía con todo. Huyo adrede del verbo “poner”, para mantener también el relato libre de contagio. Y ahí entraba el arte con mayúscula, pero también el cine, la música, la creación –mi pintura, mis dibujos, mis labs, mi inclinación cada vez mayor por ver....– Y la verdad, una vez que me entregué con pasión a lo que tantas veces me había salvado de situaciones burdas, me di cuenta de que había elegido bien y que 35 años es una buena edad, pensaba, para alcanzar el placer más refinado en el que habrían de intervenir otras aptitudes más complicadas que las de quitarse la ropa; me di cuenta de que aquello podría funcionar y de que me iba a liberar de las secuelas del sexo. Quizá fuese todo mucho más refinado, quizá no se tratara de un sucedáneo, que mi espíritu crítico no hubiera aceptado así como así, quizá realmente la satisfacción de la vida plena en este sentido alcanzaba algún grado de satisfacción corporal. No es que al ver los cuadros de Renoir sintiera directamente un orgasmo, entiéndase; ni que en el último concierto de los redobles de la batería de Rise Against me produjeran los temblores eléctricos de mis mejores polvos; no, en realidad era un placer más diluido, más sereno, que empezaba por introducirse como sonido y luego se extendía a membranas internas, a donde no llegaba las caricias, y desde ahí se propagaba, como en pequeñas dosis, a toda mi geografía, sin especial insistencia –la insistencia de los tíos– por hurgarme en el sexo o por pellizcarme el pecho.
En aquellos momentos, final de una galería que me hubiera enganchado, segundo gin tonic del concierto, pinceladas finales para rematar la acuarela, descubrimiento de una actriz que sabe moverse.... en aquellos momentos, hubiera bastado que alguien con un mínimo de delicadeza y sentido común posara su mano en algún lugar –¿la espalda, el cuello, el pelo...?– o dejara pasar sus labios por mi oreja, casi sin tocarla, o me mordiera los nudillos da la mano, o me obligara a cerrar los ojos empujando con la yema de los dedos mis párpados.... algo enormemente sencillo para que yo hubiera sentido, creo, el mismo o mayor placer que al final de una carrera de caballos jadeantes que ya no saben donde arañarse. Y si en esos momentos, además de adivinar que esos labios que habían ido por los alrededores de mi cuello estaban a punto de llegar a algún lugar incontrolado, si además, me hubieran dado una onza de chocolate, para que se fuera deshaciendo en mi boca.... ¡hummmmm! Pero a ver cómo le decía yo a Antonio que se guardara aquel espectáculo que me había montado quitándose los pantalones y que me diera chocolate, mientras yo ponía el disco deAbdullazh Ibrahim y leíamos algunos breves poemas silenciosos de Ana Gorría. “Dame algunos besitos”, me dijo cuando ya las cosas estaban dramáticamente mal y defendía mi último baluarte, el del pantalón del pijama, debajo del cual no quedaba más, ahí estaba la madre de la criatura, jugándome una mala pasada. Miré con algo de resignación el lugar del diminutivo y, la verdad, eché de menos la silueta de Mercedes Pedroche en donde el desparpajo del desnudo es arte y me llegaron como paraíso lejano los pasos de aquel festival japonés de reggae –lo más cercano que he visto a la metáfora del sexo–, y hasta alguno de los poetas clásicos, así, al vuelo, me pareció un paraíso....
Fue entonces cuando el chocolate vino en mi ayuda, porque, como ya dije, los tomo sin azúcar, con sucedáneos, por lo de la silueta, en fin. Advierte claramente la etiqueta que su consumo excesivo puede causar efectos no deseados. Se manifestaron los efectos no deseados con una evidencia tal que el pobre Antonio hubo de renunciar espontáneamente a la exhibición de sus poderes y se le derrumbó el edificio, la ilusión, todo.
–Perdona, Antonio, es que hoy estoy mal, francamente mal....
Me salvó el chocolate.
[Denis Antonio]
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