Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una de churros

Lo que solía opinar sobre las personas, a las que valoraba por sus “experiencias de muertes”–ajenas, claro– no servía en esta ocasión, porque la monjita aquella, que se había negado a subir la dosis de morfina, habría venido experimentando varias veces cada día esos trances, sin duda, y aun así me parecía plana, absurda, probablemente revestida de un barniz ideológico impenetrable, de charol, con el que pensaba ir a alguna parte cuando a ella le tocara su turno. Imposible pelear removiendo palabras, de manera que lo único que hice fue, con suma cautela, subir imperceptiblemente el nivel de la botellita de morfina, una de las tres que le mantenían con vida, respirando fatigosamente detrás de la mascarilla. Todo estaba impoluto, excepto los olores, una mezcla de droguería y farmacia. Cuando llegaron las dos enfermeras de turno, con su conversación jovial debajo del brazo, inconscientemente ajenas al dolor de las salas y a la tristeza de los pasillos, me salí, como pedían, para que curaran a mi padre: en realidad le iban a hacer un lavado pulmonar que era una auténtica tortura, de la que se supone que iba a salir aliviado, aunque “el fallecimiento podía ser cosa de horas o de días”, me dijo el médico cuando le ingresamos.
En esta ocasión recorrí el pasillo sin querer mirar hacia las otras habitaciones, pasé por delante del mostrador desde donde la monjita mantenía el control del sufrimiento de sus enfermos en niveles insoportables y busqué el frescor de la calle, porque la noche había sido larga y tenía el olor del hospital pegado a la ropa.
Era un recodo de un parque; en realidad no llegaba ni a parque ni a jardín, era un recodo que no se pudo aprovechar para más edificio, y que algún benemérito arquitecto, en fase final de la construcción del nuevo hospital, había solucionado colocando un par de bancos detrás de unos pitosforos, probablemente la planta más torpe con la que los ayuntamientos y los diseñadores de espacios urbanos acotan rincones; ni siquiera era un agracejo, de esos que intentan mantener su color granate en medio de la polución y alejan depredadores con sus espinas. Un banco entre pitosporos.
No conduje mi pensamiento, le dejé, que hiciera lo que quisiera. Hartazgo de ordenar tanta gente, tanto ruido, tantas cosas; y sensación de que ya no podría más que mirar, imprimir imágenes y almacenarlas tal cual. Si hubiera que hacer algo con ellas, el tiempo lo diría, ya vería. Mirar solo, mirar y dejar que las cosas sean, que las gentes sean, que todo suceda. Incapaz ya de contribuir activamente a nada más. Y no tanto por cansancio físico como por incapacidad mental. O quizá por las dos cosas. Pensé que no había desayunado. A lo mejor esa pasividad provenía de la dejadez física. Me levanté. Había varios bares en la acera de enfrente del hospital, normalmente llenos de trabajadores, enfermeras, médicos, y también de familiares. Crucé la calle respetando lentamente todo tipo de cautelas urbanas y entré en el más cercano, abarrotado –me di cuenta enseguida– de gente que desayunaba. Los cinco o seis camareros que se movían detrás la barra mantenían un riguroso vocerío de órdenes: “Tres de churros con naranja y doble de café”;  “dos andaluzas”; “cruasant plancha”.... “¿Señor?”. El señor era yo, el imprecado. Pedí la fórmula de “zumo de naranja natural, con café y una de churros”. Fue decirlo y llegar el vasito de zumo, copa con trampa en la que cabía apenas un sorbete. Me sorprendió la avidez con que me lo bebí. Al dejar la copa en la barra llegó el café con cinco churros de buena planta. Jamás había disfrutado tanto de un café con churros como en aquellos momentos. El primer mordisco al primer churro, que cogí con cuidado, pues todavía quemaban, llenó de crujidos mi boca y propagó por todo el paladar el sabor de la fritura bien hecha; después de ese primer bocado, mojé con lujuria el resto del churro en la crema que sobrenadaba el café y me lo llevé a la boca. Debería escribir “delicioso”, pero es que todavía era algo más, era algo más que sabor, suculencia, apetito saciado.... era la sensación de un tránsito por algún lugar necesario en donde el animal humano abreva; y eso duró el tiempo de aquel desayuno, y se atemperó lentamente a la altura del último churro y del sorbo final de la taza de café. Sereno, feliz quizá y no muy consciente de todo lo que estaba haciendo allí aquella mañana, pagué –cuatro cincuenta euros, los cincuenta que quedan para cinco, de propina, que así estaba pensado–, salí a la calle, volví a cruzar la avenida, entré en el área del hospital, pasé por delante del jardincillo en ciernes, subí las escaleras, me dirigí al pasillo de la derecha y al cruzar por delante del mostrador de control recibí una mirada rápida de la monja de marras. Llegué a la habitación. Entré. No había nadie. Mi padre seguía respirando fatigosamente, con los ojos entreabiertos y toda la parafernalia de tubos alrededor. Le acaricié un momento la calva. Volví a subir mínimamente el nivel de la morfina y me senté en la butaca, al lado de la cama.


[Denis Antonio]

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