Hoy he terminado de ver la exposición de Antonio López, en el tisen, y de leer el catálogo correspondiente, que completa, realmente, muchos aspectos que al profano le pasan desapercibidos. Y siempre, cuando me sumerjo en estas aventuras artísticas, inevitablemente, tengo en mente la aventura artística –bueno, eso dicen– literaria y sobre todo poética, siempre, siempre en su dimensión histórica, que es la única que jamás he podido borrar de las realizaciones humanas y la única que, a la postre, mejor me ha acercado a la razón al porqué y al cómo. Y así ha sido en el caso de Antonio López, cuyos primeros cuadros en la exposición me remitían a los años cincuenta y los últimos a ayer, tan a ayer, que tengo que completar algunas páginas del Madrid histórico –por ejemplo la que se refiere a San Hermenegildo, que ya había confeccionado– con cuadros de Antonio López. Fácil es ver, por lo demás, la asunción de modos diversos de pintar, dibujar, modelar y esculpir en muchos momentos de la exposición, aunque se refiera fundamentalmente a los últimos veinte años, así sea por las muestras de cuadros primerizos como por el uso de técnicas diferentes (las colecciones de flores, la vista del Campo del Moro....)
Sesenta años es mucho tiempo para nuestro segmento vital, qué duda cabe, y el tiempo ha trasformado casi todo durante este lapso: desde la cara y aspecto juvenil del pintor, que mira franca y resueltamente cuando maduro, pasando por las cosas que pintaba y terminando, desde luego, por el modo cómo pintaba, aunque estos últimos aspectos se trencen.
Como esa evolución habrá ido al compás de la que –conscientes o no– hemos sufrido los demás, los espectadores, se observa en la marea humana –había colas– que miraba cuadros, esculturas, obras, se observa un curioso entusiasmo hacia las obras más recientes, que son aquellas en las que, en muchos casos, la apariencia de fotografía gigantesca recoge un millón de luces de un lugar mostrenco y reconocible, sea una calle de Madrid, un cuarto de baño, una habitación desangelada, rostros de gentes normales en actitudes desdramatizadas. El público asentía al ver aquello: se sentía integrado en el quehacer del pintor, que no es poco.
Pienso en los poetas llamados de la experiencia, en los intentos por construir con palabras –lo común–, en mostrar de manera aparentemente sencilla los lugares de la emoción, sin necesidad de romper mediante la puesta en discurso –la pintura– la realidad, sino mediante un paciente ejercicio de aproximación, lima, depuración, decantación, observación que termina por producir la "comodidad" del espectador, que lee y entiende desde sus propios modos de vida; pero que, cuando se fija, bien que se da cuenta de que aquel cuadro es el resultado de un trabajo de observación y estilización sin fin, siempre perfeccionable.
Si el inevitable paralelismo entre modos artísticos es evidente, y digo inevitable porque así es cuando se parte de una misma situación histórica; lo que queda por explicar es por qué Antonio López quiere que el resultado de su pintura sea ese. Y sin necesidad de inquirir al artista, que normalmente no contestará y puede no tener por qué objetivar su ideología artística, la pregunta es extensible a todas aquellas manifestaciones y realizaciones que como esta se encauzan.
Pero la humilde viñeta no se puede cerrar si, al mismo tiempo, o sobre todo al final, no añadimos la capacidad técnica: Antonio López está capacitado, por técnica (capacidad de observación, dibujo, pintura, juegos de volumen, perspectivas.... todo lo que se quiera) para objetivar aquello. De no haberlo estado, hubiera sido un soñador y no nos estaría dejando esa obra.
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