Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

domingo, 20 de junio de 2010

La ducha de mi marido

Describir a un hombre duchándose no es tarea fácil; primero, porque pocas veces se ha hecho con propiedad; luego, porque el lugar más adecuado no parece este. Vaya, sin embargo, de la mejor manera que pueda: se trata de un hombre joven, pero no de un joven, pues ese círculo carnoso que no llega a michelín y que le ciñe por encima de los avisos huesudos que marcan el lugar de las caderas y le apunta hacia el vientre, abombándolo sutilmente, sin alcanzar la flacidez, delata cierta edad,  no mucha, cierta madurez, diríamos con propiedad refinada que casi llega a cómodo cliché. Quizá por encima de los treinta y pico, medio pico en este caso. Es uno de los rasgos más llamativos de su desnudez, descontando, por supuesto, las súbitas apariciones y desapariciones del sexo, como una marioneta, entre los chorritos de agua y los amasijos de jabón, cuando se presenta de frente; y los dos llamativos estallidos de los glúteos, de un blanco escandaloso en aquel paisaje cambiante, cuando al ponerse de espaldas, el agua discurre como alocada hacia el estrecho canalillo del coxis, allí donde se adivina cierta abundancia pilosa, difícil de calibrar cuando el varón adopta una postura desenfadada; casi, casi evidente cuando trasgrede ese naturalidad para buscarse con la mano algún rincón necesitado de jabonadura firme o complicada. Nótese, a pesar de todo, que solo ocurre el atisbo oscuro y cavernoso cuando coinciden desconcierto de la naturalidad y postura no frontal. Nada estridente, sin embargo, me parecen sus perfiles, que no distingo –derecho e izquierdo--, más que cuando, muy de vez en vez, algún frotamiento manual o el movimiento brusco de esa extraña danza, probablemente para mejor aprovechar la caída del agua, agita su pene hasta el punto de que asoma, momentáneamente, rompiendo la línea curvada y varonil de los muslos, como si se asomara repentinamente un pez juguetón que llevaba escondido en la barriga, a ver qué pasa. Moreno es el varón de la ducha, cosa que se sabe, inmediatamente, porque el cabello mojado, que delata ciertas calvas en las dos entradas frontales y una plazoleta de toros de san benito en la coronilla –sin mayor importancia en ambos casos— aparenta negrura, y digo aparenta porque el cuerpo y el vello mojado, como todo el mundo sabe, puede cambiar su apariencia normal y estamos ahora, lo recuerdo, describiendo a un varón en la ducha. Del mismo color oscuro son las manchas que el agua empapa en el arroyuelo del esternón, entrepechos, con  rebrotes boscosos hacia la parte superior de la espalda, sin llegar a los hombros, y dos matas más llamativas –nunca exageradas—que se descubren en las axilas o sobacos, cada vez que el movimiento de enjabonarse o enjuagarse –muy difícil de discernir cuándo es lo uno o lo otro— le lleva a levantar ora el brazo izquierdo, ora el derecho, ora ambos. Otras zonas pilosas se adivinan, menos llamativas, que desdibujan por aquí y por allá el paisaje bastante limpio de la piel: ninguna tan generosa y espesa como la que se extiende –cuando, al moverse, se me ofrece de cuerpo frontalmente— desde los aledaños del ombligo hacia la intersección de los muslos y, por tanto, hacia la rigurosa centralidad del sexo: la mata de vello púbico es tan espesa como oscura; es precisamente de esa mata de donde emerge, sin pena ni gloria, el cilindro rosado de su sexo, agitado por el movimiento aparentemente inarmónico del cuerpo que se ducha. No sería completa esta descripción si no añadiéramos dos palabras sobre el asentamiento del varón duchante en dos enormes pies desnudos, de factura claramente esquelética, con su dedo gordo incluso más allá de lo que su nombre popular sugiere, dominando el abanico de los cuatro restantes, el último de los cuales padece algún tipo de encogimiento y corbatura. Y finalmente, no sería completa, sin la cita de ese verdadero motor de la fábrica que se describe, sobre todo cuando, apropiadamente, se intenta dar razón  no solo de sus componentes y de su estado, sino de su proceso y agitamiento, es decir, de la parafernalia de carne, pelos, agua y jabón: las manos, las manos con sus dedos y con sus infinitas posturas, escorzos y maniobras, atrayendo, amasando, extendiendo, recogiendo, frotando y suspendiendo; las manos que recorren con pericia, agilidad y oficio tanto la extensión de aquel cuerpo como sus pliegues, rincones, lugares hóspitos e inhóspitos; las manos cuyos dedos se entreabren ligeramente para atravesar las zonas de vello, o que se afirman y mantienen encuevadas cuando recorren las piernas longitudinalmente hasta el promontorio de la rodilla; o que se afilan para llegar a lugares inverosímiles, semiocultos a la mirada, dejando momentáneamente sin su oficio algunos dedos, incluso permitiendo que solo uno sea –normalmente el índice- el fautor que se atreve a perderse en el extraordinario escondrijo que se busca explorar y limpiar, sea el ombligo –punto extrañísimo en la geografía de aquel cuerpo, remolino alrededor del cual suceden muchas cosas de la ducha, me parece--, la oreja, la nariz, algún remoto punto en las espesuras de entrenalgas… La alusión al motor nos lleva de bruces, bien es verdad, a lo que habría de ser el otro aspecto de la descriptio: el movimiento perpetuo que mantiene a ese cuerpo de varón en diálogo constante con un chorro de agua que se precipita, inexorablemente, desde la cebolla de la ducha --¿tendrá regulador?; parece lluvia fina--, que unas veces se proyecta sobre la cabeza, y las más, acudiendo a los sabios meneos del varón, que se mueve a los acordes del orvallo, desciende ya sea sobre los hombros, ya sea sobre alguna de las rodillas dobladas y levantadas –nunca las dos al mismo tiempo--, ya sea sobre alguna espectacular superficie del cuerpo, que súbitamente estirada hacia delante o groseramente destacada hacia detrás, en detrimento de las otras partes del cuerpo y, sobre todo, de su natural posición vertical, recibe sobre la piel, artificiosamente tensada, la caída de aquel chorro fino, humeante y sonoro, que alguna de las manos, con presteza, evitando que llegue al suelo, esparce por una superficie mayor, para que se beneficie de la humedad no solo aquel improvisado tambor, sino sus arrabales y, por razón de las gotas y salpicaduras, todo aquello que se encuentre en una proximidad sin estorbos.
Sumamente dificultoso sería intentar describir los rasgos faciales del varón, toda vez que, incomodados o halagados por el agua que viene de arriba y por el jabón que aplica una cualquiera de las dos manos, se distorsiona el gesto del morro, que en situación de descanso componen mejillas, boca y nariz, y cambian velozmente la configuración de frente y ojos, sobre todo por el juego continuo a que se someten esos últimos, los ojos, para poder seguir viendo lo que ocurre alrededor mientras se produce el acto de la ducha. Diría yo, si no supiera que se trata de Juan, que es un varón moreno, poco vellido, aunque no imberbe, de facciones regulares, entre las que quizá se deba destacar el desorden abultado de sus fosas nasales. Ojos, negros; tez, suavemente bronceada; mentón algo salido y voluntarioso; escapará de las duchas buscando con las dos manos unas gafas que ha dejado cerca, en el lavabo.
Finalmente, otrosí, poco valor tendría la descripción del varón que se ducha si no explicáramos, si quiera someramente, las conductas que, en el admirable cuadro relatado, van dando cuenta de la funcionalidad, tempo, ritmo y razón de todo aquello, pues resulta evidente que ni las manos acuden a la cabeza porque sí, ni ese ofrecimiento generoso del hombro derecho al chorro de agua es gratuito, ni escarba el dedo meñique con ahínco, detenimiento y sabiduría los recodos de la oreja por capricho. De la misma manera, debe de haber algún resorte, programa, proyecto –quizá innato— que preside la armonía o desarmonía de ciertas conjunciones, ¿por qué, si no, cada vez que una mano se adentra en una axila, se levanta llamativamente el brazo que corresponde a aquel sobaco, y queda la otra mano, siempre la que corresponde a la axila comprometida en el trance, como muerta y suspendida en el aire? ¿Por qué el ofrecimiento al agua de toda la compleja superficie pélvica, con su tesoro central y los ámbitos boscosos –de los que ya fue cuestión más arriba— se acompaña como de un rasgueo rápido de guitarra, con una de las manos, que no sabe si las cuerdas están en superficie o hundidas en la zona testicular? Y lo que es mucho más interesante y notable, ¿por qué reciben evidente trato de privilegio los testículos, sobradamente jabonados, frotados y limpios en operaciones que uno recuerda anteriores, y que sin embargo se repiten cuantas veces las manos, como de paso, se acercan a aquella zona y vuelven y vuelven a pasear sus dedos por las infinitas comisuras que el cuerpo allí ofrece?
Se ducha el varón. Y yo le miro, extasiada y perpleja. Aseguro que ni un solo pensamiento lúbrico me ha asaltado mientras lo veo, por más que esa pueda ser la interpretación que el propio varón ofrezca al despliegue espectacular de su tarea para cualquiera que, como yo, le hubiera estado contemplando, sentada en la taza del retrete, con una grandísima toalla blanca –de rizo americano— en las manos, mientras sale torpemente del lugar de autos y busca a tientas las gafas de montura al aire, con el arco superior plateado, que yo he dispuesto, con mejor criterio, en la superficie plana de la tapa del bidé.
Se ducha el varón.
-- Isabel, Isabel… ¡La toalla!


[Denis Antonio]

1 comentario:

  1. ¡Qué dotes de observación y descripción excelentes las suyas! ... pero ¡vaya rollo y qué angustia de texto!. ¿Es una metáfora de lo horrible y angustiosa que es la vida en pareja?.

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