Cada vez que caigo por allí –la vieja plaza de Antón Martín, en Madrid– me ocurre lo mismo: una extraña sensación, primera, de abigarramiento, desorden, falta de previsión municipal para solucionar ese cruce de calles, fealdad de bastantes de los edificios –incluyendo el Teatro Monumental– que configuran el lugar; se dan de bofetadas unos con otros.... y ahora y últimamente, mezcolanza de comercios, razas, gentes y –en consecuencia– de escenas, trajes, hablas, tipos y costumbres. La calle de la Magdalena siempre fue dormitorio de senegaleses; se dice que dormían por turnos, para aprovechar los camastros de una habitación. En esa calle vivían –y supongo que viven– mis colegas arabistas de la Universidad Autónoma de Madrid, lo que siempre me pareció lógica consecuencia, signo de su profesionalidad.
Junto a todo esto, en su centro, la escultura de Genovés, el grupo de los abrazados sin rostro, sobre alto pedestal redondo pintado de blanco y una placa tardía que recuerda al paseante a qué se debe. El paseante no llega nunca a leer la placa, porque el espacio de acera –¿o de plaza?– que rodea al monumento es un aparcadero de motos. Tampoco se lee bien la que a pocos metros, en el desmochado portalón del número 55 de la calle Atocha, recuerda el asesinato de los abogados y delegados laboralistas a manos de la extrema derecha. La esquina de enfrente la ocupa un comercio oriental, uno de esos antes llamados "todo a cien"; a su lado, una ortopedia, un comedor turco; una peluquería china, una farmacia, una tienda ecuatoriana, fruterías indias.... Ahí tuerce la calle Santa Isabel, que venía del Reina Sofía cargadita de historia y se encuentra con un mercado variadísimo, antes de formar encrucijada con la calle de la Magdalena (que desemboca en la plaza de Tirso de Molina) y con la calle de Atocha, que subía desde Recoletos entre hoteles, bares, tiendas de sexo y recuerdos literarios, y que va hacia la Plaza Mayor. Por si fuera poco esa conjunción, frente a la iglesia parroquial de San Nicolás y el Salvador, en donde estaba el hospital de Antón Martín, se abren la calle Moratín y la Calle del León, cargadas de historia, frontera de lo que ahora se llama "el barrio de las Letras", seguramente porque está lleno de establecimientos de comida y diversión (la calle Huertas), pues pocos se acuerdan de que detrás de las feas tapias de las trinitarias estarán los restos de Cervantes. La línea del cielo que trazan los tejados es tan irregular como la de las gentes; bien que han hecho en dar la bienvenida en varios idiomas de grafía no latina (en la foto).
Junto a todo esto, en su centro, la escultura de Genovés, el grupo de los abrazados sin rostro, sobre alto pedestal redondo pintado de blanco y una placa tardía que recuerda al paseante a qué se debe. El paseante no llega nunca a leer la placa, porque el espacio de acera –¿o de plaza?– que rodea al monumento es un aparcadero de motos. Tampoco se lee bien la que a pocos metros, en el desmochado portalón del número 55 de la calle Atocha, recuerda el asesinato de los abogados y delegados laboralistas a manos de la extrema derecha. La esquina de enfrente la ocupa un comercio oriental, uno de esos antes llamados "todo a cien"; a su lado, una ortopedia, un comedor turco; una peluquería china, una farmacia, una tienda ecuatoriana, fruterías indias.... Ahí tuerce la calle Santa Isabel, que venía del Reina Sofía cargadita de historia y se encuentra con un mercado variadísimo, antes de formar encrucijada con la calle de la Magdalena (que desemboca en la plaza de Tirso de Molina) y con la calle de Atocha, que subía desde Recoletos entre hoteles, bares, tiendas de sexo y recuerdos literarios, y que va hacia la Plaza Mayor. Por si fuera poco esa conjunción, frente a la iglesia parroquial de San Nicolás y el Salvador, en donde estaba el hospital de Antón Martín, se abren la calle Moratín y la Calle del León, cargadas de historia, frontera de lo que ahora se llama "el barrio de las Letras", seguramente porque está lleno de establecimientos de comida y diversión (la calle Huertas), pues pocos se acuerdan de que detrás de las feas tapias de las trinitarias estarán los restos de Cervantes. La línea del cielo que trazan los tejados es tan irregular como la de las gentes; bien que han hecho en dar la bienvenida en varios idiomas de grafía no latina (en la foto).
Si yo me pusiera ahora a recordar todo lo que aquel lugar inhóspito, siempre lleno de gente y animación, significa para la historia de Madrid llenaría un libro. Hay placas por todos lados, pero las citas, los músicos callejeros, las terrazas en sitios inverosímiles, el barullo de los comercios han aplastado a la historia. ¿Quién se acuerda allí de El Quijote, Alarcón, Benavente, Prokofief....? Ya hemos dicho que apenas se lee la de Atocha 55, al contrario que el rombo del cine Monumental –la sala de los grandes conciertos cuando renqueaba el Teatro Real–: uno de esos rombos siempre proclamó el estreno de uno de los conciertos para violín de Prokofiev en 1937 (el otro fue en Barcelona al año siguiente, creo que los años bailan, años de la República en todo caso); pero todos los amantes de la música podrían citar una decena más, y no solo de clásicos: a lo último que allí he asistido fue a un concierto de Pablo Milanés y Joaquín Sabina. La nueva placa indica que allí ¡comenzó el Motín de Esquilache! (en 1766). Enfrente un establecimiento de la cadena Museo del jamón vende croisanes con jamón por 1,50 euros. Se podrían haber añadido fácilmente una decena de placas más. Ya venía Atocha cargada (con la placa de Pedro Antonio de Alarcón y la imprenta de Juan de la Cuesta, la del Quijote...), y en las inmediaciones de las calles que he citado las hay de la casa de Benavente, de la RAH y de Menéndez Pelayo, de los amores de Espronceda..... No sé cuándo se para la historia, pero ese tramo, desde el arranque de la calle Atocha en la estación hasta la plaza de Antón Martín, viene siendo el escenario de todas las recientes manifestaciones contra el sistema (sí: el sistema que se desmorona, el educativo, sanitario, social....)
Atocha 55 |
No es extraño que, con todo eso, cuando salgo de la boca del metro o bajo del autobús (el 26) lo primero que experimente es una sensación de extrañeza, una bocanada de vida difícil de asimilar, luego de curiosidad, finalmente el reconocimiento de que aquello es un corazón de Madrid, el más rico, porque Madrid tiene una decena de corazones.
Yo suelo ir –aun me faltaba decirlo– al cine Doré, modernista, que está justo a la vuelta y es el de la filmoteca nacional, con palacio-biblioteca cercano: lugar que, a su vez, atrae a otro tipo de gente que faltaba para completar el panorama humano: los intelectualillos sabiondos, como yo. Acabado el cine, lo suyo es bajar por las calles que desembocan en Santa Isabel, del Olmo, Buenavista, llamados por el valle de Lavapiés, que estos días, precisamente, pululaba con la verbena de San Lorenzo, totalmente tomada por nuestros amigos los hispanoamericanos, particularmente en la calle Argumosa, que siempre fue una de las calles más alegres de Madrid. Y por la verbena de la Paloma, al lado, en La Latina, el día de más calor del verano.
Yo suelo ir –aun me faltaba decirlo– al cine Doré, modernista, que está justo a la vuelta y es el de la filmoteca nacional, con palacio-biblioteca cercano: lugar que, a su vez, atrae a otro tipo de gente que faltaba para completar el panorama humano: los intelectualillos sabiondos, como yo. Acabado el cine, lo suyo es bajar por las calles que desembocan en Santa Isabel, del Olmo, Buenavista, llamados por el valle de Lavapiés, que estos días, precisamente, pululaba con la verbena de San Lorenzo, totalmente tomada por nuestros amigos los hispanoamericanos, particularmente en la calle Argumosa, que siempre fue una de las calles más alegres de Madrid. Y por la verbena de la Paloma, al lado, en La Latina, el día de más calor del verano.
Durante el mes de agosto el Doré programa, además de sus ciclos normales –espléndidos por lo general, a precios modestos– el "Cine de verano"; pero eso es algo tan peculiar que habrá que dedicarlo nueva entrada.
Las dos fotos que van al final no están tomadas días atrás, son de este invierno.
Un placer leerte.
ResponderEliminarEl otro día hablando con mi amigo inglés (sólo tengo uno)me comentaba con más tristeza que enfado lo cambiada que encuentra su ciudad, Londres,debido a la enorme emigración que soporta.
La mezcla de culturas por un lado trae riqueza de todo tipo,pero por otro produce unos cambios tan grandes que llega un momento en que te sientes extranjero en tu casa. De joven no te enteras porque andas absorvido por mil historias pero de mayor la perspectiva es muy diferente.
A mi ya sabes que Madrid me encanta,pero más que nada por la enorme oferta cultural que teneis. Y es que España mira muy atenta su ombligo madrileño.
Bicos, Pablo.
En el letrero multilingüe, para empezar, shalom en hebreo lo escriben de izquierda a derecha (es difícil)
ResponderEliminarUna buena "ensalada", como la plaza misma. Quizás podría habérsele dedicado al menos media línea a la farmacia del Globo, que tiene mucha solera (aunque se ve en la última foto, con aerovolador y todo). Enhorabuena por el blog.
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