El periodo académico suele empezar con el fin del verano y el comienzo del otoño, últimamente adelantado a comienzos de setiembre, inútilmente las más de las veces, porque la agilidad de la administración española en las universidades –al menos en la mía– no es capaz de tener todo preparado para esas fechas y las colas de alumnos delatan esa incapacidad. A un mal decano –malísimo– de la mi facultad, que se llamaba Huberto Marraud y era un profesor de lógica o disciplina afín, le argumenté que siempre que hubiera largas colas de alumnos que se originaban en puertas y ventanillas la Universidad estaba funcionando mal. No entendió el argumento. Sigue habiendo muchas colas y el curso no puede empezar hasta que no se estabilicen las matrículas, los grupos, los horarios. La incapacidad de los decanos es otro tema. Resisto para no irme detrás de él, pues no es tema universal y aburre, y además, tengo a los decanos por personas de menosvaler cuya incapacidad ya fue probada muchas veces.
Uno de los signos del periodo académico es la aparición de nuevas ediciones, aunque quizá debería decir de nuevos libros. Si uno juzga por los anaqueles y escaparates de las librerías parece que la industria editorial no hubiera acusado el doble mordisco de la invasión de la red –en donde se tiene acceso a casi todo– y el evidente descenso de la lectura como hábito de personas cultas o en formación. Muchísimos libros. Es verdad que muchos son libros viejos con cubiertas nuevas, lo que no parece mal si el libro conserva su vigencia, desde luego.
La imaginación del editor se despliega en esas nuevas cubiertas, en la recuperación de títulos, en la presentación de colecciones, etc. a veces hasta desbordando al libro, como esa simpática cubierta que la vieja colección Austral emplea, ya desde el año pasado, para un título, Cuaderno de notas, que es eso, un cuaderno de páginas en blanco.
En fin, en los anaqueles, nuevamente una colección poética en muchos volúmenes de Juan Ramón Jiménez (Visor), autor que junto a Vicens Vives, más ha seguido publicando incansablemente sus obras después de fallecido.
Quien escribe estas líneas, que irá al final de este curso al merecido descanso de la retirada de las aulas –que no del trabajo–, ha decidido que como esta profesión lleva ineluctablemente a la ruina, va gastarse los dineros que no tiene, que nunca tuvo y que nadie tendrá con este oficio, en fomentar todos sus vicios, y así he pasado ya por casas de discos, pasé ayer por librería y tendré que pasar para cumplir exageradamente con un vicio que no puedo confesar –se basa en la hermosura y en la emoción, como pista– por sabe dios dónde. Y de esa manera, oyendo música, leyendo versos y deleitando deleites pienso subir a los infiernos, que yo siempre pensé que estaban arriba y no abajo, junto a las noches de luna llena, cuando aparece amarilla y desnuda.
El ataque sentimental que se manifiesta en efluvios emocionales a deshora, y que también me acomete cuando me cruzo con algunos colegas del departamento –como Eduardo Becerra– es un interludio en el camino hacia la muestra de mi primera ruina ayer, en la que satisfice el vicio de comprarme novedades. Muchas, muchas, muchas.... Lo que obtuve, primero, para acallar la conciencia profesional –soy especialista (?) en literatura del Siglo de Oro español– son las extensas, aburridas y prolijas memorias de un noble durante dos años de mediados del siglo XVII; en su momento hube de manejarlas, porque a solo una docena de años de la muerte de Quevedo –tema que me interesaba– ya nadie se acordaba de él. Luego, otras dos de tema americano, de la nueva colección de la RAE; una antología de Lezama Lima en Renacimiento; otra antología del más musical de nuestros grandes poetas, Gerardo Diego; y la obra completa de Gelman, que había visto en dos volúmenes en Buenos Aires –y más cara–, compendio estremecedor de casi mil quinientas páginas; la última obra –libro de extremada condensación y belleza– de Corredor-Matheos, etc. Luego, compré cosas menudas para las consultas del médico, el metro, el rato del telediario en el que habla Pons, etc. Rico, rico y cargado he vuelto a casa y he desperdigado los libros por la casa, para que me enamoren y vaya a leerlos.
Cargado con libros, aun tuve la fortuna de encontrarme con ese hermosísimo volumen IV de la Iliada, edición de Jesús de la Villa y Luis Macia, que sin embargo es el que ahora estoy leyendo sistemáticamente –cada vez leo menos de cabo a rabo– con fruicción.
Y en "fruicción" me hace notar un comentarista anónimo como dios manda que habré usado la licencia juanramoniana para alargarme en esa doble -cc-, como signo de glotonería quizá. No voy a hacer de la necesidad virtud, y en el comentario queda, pero ¿a que fruicción debería llevar doble cc, a que sí?
Y en "fruicción" me hace notar un comentarista anónimo como dios manda que habré usado la licencia juanramoniana para alargarme en esa doble -cc-, como signo de glotonería quizá. No voy a hacer de la necesidad virtud, y en el comentario queda, pero ¿a que fruicción debería llevar doble cc, a que sí?
¿fruicción? Imagino que es un capricho ortográfico a lo Juan Ramón, pero sin ser Juan Ramón.
ResponderEliminarEs una falta de ortografía –anónimo– por ultracorrección del autor del escrito que, por cierto, tiene recogidas unas cuantas de las que comete para adecentar con ellas una entradilla.
EliminarGracias por señalármela, no la tenía controlada.