Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

jueves, 21 de mayo de 2015

Disquisiciones del jardinero. Que por mayo era por mayo


Campo de toronji
Trepa la glicinia por el hórreo


La primera foto inmediata de arriba muestra, de modo algo dramático, lo que ha pasado con el arce dorado, una de las joyas de un jardín norteño, cabe Cedeira, mar por medio de Nueva York:  se ha secado, en lo mejor de su edad (tendría unos diez años) y ha dejado, como mostraré enseguida una rama, un brazo lateral, que no se sabe muy bien lo que pide. No hay que engañarse con el arbusto seco que detrás se encarama por la escalera del hórreo –auténtico, con sus lajas de piedra–, ya que se trata de una buganvilla, de floración muy tardía y que ya tenía botones. Detrás de la buganvilla, la deutzia, que habrá florecido en abril, a mediados, se ha quedado como una gran mata verde, con algunas flores blancas, todavía, casi a ras del suelo. Los otros verdes más abultados son, a la derecha del que mira, un árbol de júpiter, que lucirá color en otoño; y a la izquierda, una camelia de flor roja, que ya terminó su floración, como suele ser normal. Para que la disquisición del jardinero se complete, he aquí la foto del arce dorado, mejor, de la rama que ha sobrevivido. Lo que hay detrás es una glicinia o glicina (se dice de las dos maneras) que habré de cortar para que no derribe el hórreo.

La rama dorada del arce
Se paliará la pena admirando la floración de las celindas, que han ocupado fachadas y cuyos ramos han dado olor a las habitaciones; son mayores que las madrileñas del Retiro y alcanzan, también típico de este lugar, una altura exagerada, hasta el punto de que asoman por encima de los tejados.

celindas en la fachada


El lugar y la casa parece nevado, porque a las celindas se han unido los manzanos, que andan sin podar y no darán más que nieve, en algunos casos agobiados por los árboles autóctonos, sobre todo por un inmenso castaño de un ferrado hacia el que mira la casa, antes de mirar al valle de Santalla.
El blanco tiene su expresión más exquisita en el camelio de flor doble, que está siendo avasallado por un avellano, que habré de podar (no me ha dado tiempo). Los avellanos necesitan humedad, y en esta tierra crecen soberbios.


La flor del manzano
También es blanca –hay dos variedades, la que muestro es la blanca y no la negra– la flor del saúco, uno de esos árboles autóctonos que crece por doquier, como el laurel, y se llena de coronas bien olientes, y mágicas, al decir de la tradición. Es inútil podarlo, renace siempre; solo se puede controlar, por ejemplo para que no se quede con todo el sol que tiene que llegar a los limoneros, de los pocos que en este año de heladas han dado fruto, porque los planté al abrigo de las tormentas que los hombres del tiempo nos traen desde las Azores, y que yo veo llegar y pasar camino de los secarrales de Castilla. Y obsérvese que detrás del limonero se levanta una higuera pequeña: la derribó el temporal hace unos años y ya está creciendo con fruto; me dicen los labradores que para junio será la primera cosecha, manjar de cuervos y otras aves.

El saúco

Canelias
Y claro que hay notas de color: las fucsias, rosas, el amarillo del jazmín de invierno..., pero sobre todo la gama de flores silvestres, que han estallado por todos lados.

Fucsia (capullo)


Al margen de la floración, que anda de travesía (secaron las lilas y las azaleas, no han llegado las hortensias ni el heliotropo, trasiegan los jeranios...), lo más llamativo ha sido el crecimiento de árboles y plantas trepadoras: los enhebros, el tejo dorado, los campos de toronjil ("melisa", ahora), los laureles, el estramonio, las variedades de pinos –el que mejor va, aquel del que robé un esqueje en el jardín de Carreira–, el mirto, los abruños, las tuyas, la aucuba, las olorosas (romero, lavanda, etc.), y entre ellos la parra que ya ha alcanzado el tejado y está tapando las ventanas.





El viajero discurre y discurre, pero no tiene tiempo para ordenar huerto y jardín. Por eso discurre, lo cuenta y se lamenta. Dentro de poco ha de irse a lejas tierras, otra vez.



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