Mi primer destino como profesor fue en varios lugares de Francia (Saint Malo, Nantes, Rennes....), pero en España obtuve –oposición mediante– plaza de agregado (en el Padre Suárez de Granada) y de catedrático en el Instituto Nuevo de Gandía (Valencia), el único entonces que daba bachillerato. Y allí estuve unos años, entre mares y naranjos, disfrutando de la luz y la indolencia, después de haberlo elegido entre los que se me habían brindado (Vich, Ibiza, Mérida....).
Gandía ya había sido invadida por el cemento, que había levantado muros de balcones en primera línea de playa, delante de los marjales y la huerta, cosa que luego se continuó a ritmo trepidante, supongo que llenando los bolsillos de promotores y políticos de dinero y dejando definitivamente muerta aquella bellísima costa.
Ahora, cada vez que vuelvo, recuerdo mi camino –a veces en bicicleta– hasta el Instituto, el paseo de enormes plátanos de Gandía, la tiendecita del repostero local (Tano), la plaza del Palacio Ducal, los campos cercanos (Marchuquera, el Morqui....) y toda la parafernalia de las fallas –me vendían papeletas los alumnos– con sus orquestas locales de viento y las enormes paellas y fideuás, además del surtido de productos locales que allí se consumían sin saber que eran cosa suya y de la tradición: las empanadillas de guisantes o de tomate; los figatelles; el vino dulce; la sepia a la plancha; los productos de la huerta....
Ahora, cada vez que voy a Gandía, intento hacer el recorrido de todo aquello; las más de las cosas se han perdido o transformado, no sé si para bien o para mal. Tano es toda una industria alimentaria; los calditos hacen el oficio de los productos naturales; hay mejores vinos; el muro de cemento y balcones ha seguido invadiendo la costa; etc. Una cosa sin embargo no le han podido cambiar o suprimir: la luz. El Mediterráneo se apacigua cuando sale del verano, se remansa, se limpia y sonríe con cara de color cada amanecer. El medio millón de turistas que invaden su verano vuelven a sus lugares de origen: la ciudad aparece más limpia, más tranquila, deja que la paseemos y que nos acerquemos al mar, ahora también menos contaminado.
Ibiscos, adelfas, pitas y plantas tropicales siguen apareciendo, a veces espontáneamente, por todos los rincones. Y aun hay productos naturales, del mar y de la huerta, que se pueden degustar sin hacer cola, sin el pan congelado, sin pagar cuatro veces más de lo normal.
Ibiscos, adelfas, pitas y plantas tropicales siguen apareciendo, a veces espontáneamente, por todos los rincones. Y aun hay productos naturales, del mar y de la huerta, que se pueden degustar sin hacer cola, sin el pan congelado, sin pagar cuatro veces más de lo normal.
Una cosa –entre algunas otras que no habré observado– ha conseguido mejorar indudablemente: la calidad del agua, ahora fina y sin sabores extraños.
Tiene razón, aún estropeado -por los propios paisanos a lo largo de toda su costa-, el Mediterráneo y su luz siguen siendo únicos y un gran placer. Gandía pueblo me comentaron en una ocasión que era una ciudad muy animada y buena para pasar el invierno, yo no la conozco, la de costa sí.
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