Ha debido de pasar algo en Madrid, porque se ha desatado una ventolera de temas librescos y caligráficos, aparentemente sin ponerse de acuerdo, en lugares dispersos. San Jerónimo ha debido sobrevolar la capital, que se ha llenado de exposiciones relacionadas con la actividad humana –de vez en cuando subida a intelectual y artística– de hablar, leer, escribir y escuchar, las cuatro funciones que yo solicitaba que cuidasen a mis antiguos alumnos, sobre las cuales podía caer o apoyar –un viejo resabio de Blüher– la intención estética.
Sin embargo, si se consideran una por una, parecen naturalmente derivadas del tiempo, la institución o la oportunidad. Esto es: parece normal que en el viejo Matadero, en la subsección que se llama "La casa del Lector", una de la salas recoja una docena de san Jerónimos, casi todos con su libro por algún lado, aunque solo un par de ellos con péñola y varios, con harto descuido, han pintado solo los palos de la cruz, un león desmedrado por los rincones y los paños que desnudan, sin motivo libresco alguno. El de Murillo luce en medio de esa tristeza, y la calva del de Renci brilla allí como una luz que ilumina una sala de deshechos (los reproduzco; el catálogo, 24 euros, fuera de mis posibles).
Desechos abundan en las restantes salas, excepto en la de la Literatura imposible; y entre aquellos restos, en una de las salas, formando tropa, entre otros, con futbolistas y toreros, Víctor García de la Concha, todo un acierto su ubicación.
Ya había visto la curiosa sala de aquellos objetos que los autores pensaron que eran libros –se dice en algún lugar– y que son libros en la frontera de la tradición, algunos realmente emigrados; allí se podrá dar un repaso a lo más típico de Brossa, Ullán, Pino, Scala (el representado con mayor cantidad de ejemplos), los oulipianos –incluyendo Perec–, muchos derivados de Queneau, etc. en muestra muy ilustradora, que se acompaña de un muro de cuadros de tema semejante (hechos normalmente con letras o con recuerdos literarios, así el Eloge de Blaise Cendrars). Es muy interesante la sala.
Y para desintoxicarse de tanta letra, un paseo por los pasillos de las sesenta canciones seleccionadas como representativas de la música que trabó nuestras emociones durante las décadas finales del siglo que se fue, entre las cuales hay diez carpetovetónicas, por cierto. Me he sentido aliviado al comprobar que entre las sesenta no faltaba Françoise Hardy, con cuyo recuerdo me suelo emborrachar de pasión y melancolía.
Si alguien quiere pasar a mayores, puede irse a la exposición de Caligrafía en la Biblioteca Nacional, con la que tiene muchos puntos de contacto, desde luego. La guardo, sin embargo, para otro día, ¿no?
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