Tres años al menos hace que visité la preciosa exposición Carranza del Museo de Santa Cruz de Toledo; aquí dejé mi admiración filológica
acompañada de fotos con los objetos nombrados.
He vuelto a hacerlo ayer, en un día excepcionalmente luminoso, que aprovechó la ciudad –una de las ciudades más, digamos, militares de este país, para su traje de bandera patria: el amarillo del sol otoñal y el rojo apagado de los ladrillos mudéjares.
El espacio amplio, noble, del viejo hospital va cambiando su contenido –esta vez no se podía subir al piso de arriba– ahora dedicado a los Austrias mayores, con la permanencia, por ejemplo, del rincón del Greco en una de las naves. Sin embargo en las dos salas de arriba, a las que se llega por la filigrana de la escalera de Diego de Siloé en el patio, una de las exposiciones es sobre el arte (¿) africano actual, en tanto la otra sigue siendo –y lo merece– la que exhibe la colección Carranca, de cerámicas.
Mi referencia se abre con Toledo y se cierra con algunas de las jarras de la exposición, cuyos nombres no se encontraban en el viejo diccionario VOX y tampoco aparecen en la moderna Wikipedia.
Jarro burladero, jarro vinatero, maricona, jarro de fraile, etc. son sus nombres, que ya andarán perdiéndose.
La entrada termina con un par de imágenes del Hospital de Tavera, el hermoso edificio que alberga, entre otras cosas, el Archivo de la Nobleza, cuya fachada principal recogía todo el sol de noviembre, primero, y lo ocultaba enseguida detrás de la bóveda central.
Tan militar es Toledo que para alcanzar el Alcázar si llegas a la estación de ferrocarril hay que poner en práctica el método de Jericó. Siguiendo con Ortega, en un texto sobre el donjuanismo compara Sevilla con Toledo y dice que sería inconcebible imaginar a un Tenorio correteando por una ciudad tan poliorcética.
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