En el quehacer artístico de quienes ejercieron su labor –fundamentalmente– durante la primera mitad del siglo XX se puede observar la velocidad de las transgresiones que abocaron a un arte nuevo y, a su lado, casi naturalmente, el desorden con que aquellas transgresiones desencajaban la tradición. Incluso quienes quisieron no verse afectados por esa premura –hace poco hablamos en este blog de la pintura de Bonnard, que es un caso típico– no pudieron escaparse de su tiempo. Nadie puede escapar de su tiempo.
Kandinsky recorre con sus dibujos esa trayectoria, de lo uno a lo otro, que aboca a su peculiar universo de líneas y puntos, bailando todavía con el impresionismo, convertido en manchas de colores. Tal universo geométrico se va agotando al mismo tiempo que se va desprendiendo de toda figuración: hacia la abstracción en blanco y negro.
Kandinsky crea su propio mundo, cerrado e ininteligible, excepto para el movimiento de su mano–, que se le agota en su última etapa, cuando necesita salir a otro tipo de creación o cuando el mundo oscuro y abstracto genera, nuevamente, un nuevo espacio, que se empieza a llenar, a organizar, a cerrar como objeto pleno de contenido.
A través de su obra se puede leer a Machado, Juan Ramón, Unamuno...; pero también se puede escuchar a Falla o Stravinsky o Alban Berg o Schoenberg... No es raro que en su trayectoria coincida con uno y con otro, y que se hable de la distancia –Picasso– o de la coincidencia –Miró.
Lo más curioso de Kandinsky es el fervor que despierta en el público. La exposición madrileña, en el Palacio de Cibeles, genera colas de devotos, que llenan la sala y permanecen extasiados ante el baile de colores de cada cuadro, el juego geométrico de líneas y puntos o la vuelta a la figuración molecular de sus últimos cuadros, cuando el trazo simple deja paso a las moléculas o embriones de colores encerradas en un espacio, a su vez, acotado. Ahí se quedó (+ 1944), no parece haberle dado tiempo a salir hacia afuera para ver cómo estallaba todo, una vez más, después de haber sobrevivido a otros y tantos desastres.
Ha pasado más de medio siglo desde su muerte. Sus dibujos, como las ensoñaciones de los surrealistas, se aceptan en los manteles de los restaurantes, el forro de los libros, el diseño de las tazas, etc. han sido asimilados por el espectador y se han convertido en motivo mercantil. Se me acaba de ocurrir que podría emplear uno de sus cuadros de salvapantallas o comprarme un calendario del 2016 con una antología de sus cuadros.
La amable luz de Kandinsky, un regalo siempre.
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