



No cabe en estos sitios que ahora frecuento una síntesis mayor. El espectáculo del arte actual estriba en contemplar el silenciosos paseo de los visitantes por las salas de la exposición sobre la palabra vista (en la fundación Juan March) o por las largas e impolutas salas del CNARS, planta 3, que exploran los territorios de la creación actual. Hay que cambiar el chip sobre la hermosura, cuando no produzca sensación de placer la contemplación de una película sobre el derribo de casas en Palestina, o la serie de fotos sobre temas tan actuales como los escaparates. O quizá admitir que el arte no produce placer, aunque he conocido personas de bien que disfrutaban más con los happening de Wolfe que con los cuadros de Ribera.
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El Transiberiano del CNARS |
No puedo seguir. El tema se hace digresivo. Y otra pregunta, ¿por qué, a pesar de que a mí me gusta también el insufrible desorden de Anne-Marie Scheneider sigo disfrutando con Ribera? Y por qué no puedo disfrutar de Isidore Valcárcel Medina, del que son sus "poemas sonoros" (1992) sobre cuatro textos ("no te oigo bien el silencio", de Pedro Salinas; "no le dejaba dormir el ruido ensordecedor de las estrellas", de Gabriel García Márquez; Azorín, Robbe Grillet) y de la larguísima lista de artistas o creadores que se han instalado en una innovación demoledora?
Por cierto, convendría que de esta última exposición cambiaran el aldabonazo final, el soneto de Quevedo, traído a colación por el "oigo con mis ojos a los muertos", porque difícilmente puede ser de 1648, Quevedo murió en 1645.
Por cierto, convendría que de esta última exposición cambiaran el aldabonazo final, el soneto de Quevedo, traído a colación por el "oigo con mis ojos a los muertos", porque difícilmente puede ser de 1648, Quevedo murió en 1645.

La venganza es ir al Doré, en donde ando siguiendo los ciclos del brutal cine coreano, de vanguardia y polaco (empieza esta tarde). Y allí, coronar el itinerario con "L'Aquarium et la Nation" (2014) del insobornable Jean-Marie Straub, vehementemente presentada por Albert Serra, que encontraba paradojas en vestidos, músicas y colores del cineasta –por su vanidad estética–. Durante sus 31 minutos, los diez primeros presentan una pecera de colores tras cámara fija, primero en silencio y luego con música barroca; sigue la lectura de unos preciosos textos de André Malraux (de 1943), verdadero centro de la obra, y termina con un fragmento de Renoir. Materialismo dialéctico; aunque a Straub –y a Serra– se les escapó que hay vanidosa búsqueda de la belleza en ese comienzo en suspense que desconcierta al espectador y que no puede interpretar hasta que no le lleguen los textos de Malraux.
Son los textos de Malraux los que justifican el antes y el después, pues en ellos, con claridad y precisión francesa, se discierne que los conceptos de nacimiento, religión y muerte son conceptos históricos puros que han determinado nuestra vida, aprisionada desde entonces, hasta que una revolución la libere.
En fin, materialista dialéctico impuro, impurísimo, a quien le admira tanto San Juan de la Cruz, como la escultura de Chillida sobre San Juan en el hermosísimo patio del Reina Sofia, que es lo que más me admira. He dejado prueba de esa vanidad estética, que me permite el extravío imaginario, en las fotos de la puesta de sol de un Madrid lejano, sobre el ladrillo rojo y la pizarra de Atocha, desde los ascensores transparentes del Reina Sofia. Y es que creo que hay cosas de las que no nos podremos librar más que teóricamente.
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