Kunming es una de las ciudades más hermosas de China, o al menos así lo dicen, de entre las muchas que los europeos no conocemos. El viajero anda por aquí, en la provincia de Yunnan, región de minorías étnicas. Por el momento sigo deslumbrado por el estallido humano de China, pues la ciudad y lo que he visto de la región camina a toda prisa a un desarrollo brutal que deja el rastro de lo nuevo por todos lados, particularmente en edificaciones e innovaciones técnicas, y los vestigios de lo pasado, abundantes todavía en muchas gentes, cada vez menos en restos de otra historia, aunque frente al erizamiento de rascacielos, gigantescos centros comerciales y un mínimo de dos teléfonos por habitante, todavía he podido encontrar algunos barrios con las viejas –y muy hermosas, por cierto– casas de madera, que estarán a punto de demolerse.
La ciudad está muy bien situada para ir al sur (Birmania, Camboya, Laos...), lo que sin duda es causa de su auge comercial y mantiene una red de transportes muy fuerte, aunque aquí no ha llegado todavía el tren de alta velocidad: nueve horas me tardará el que me lleve dentro de 10 días a Dali, que está a unos 800 kms.
Se le llama la ciudad de la eterna primavera, y de las flores, y de otras lindezas, porque no le alcanzan los rigores de las estaciones, llueve mucho y parece florecer todo; de hecho tiene un famoso mercado de flores, que todavía no he visitado. ¡Un mercado de flores! Toda la China que conozco es un inmenso mercado –no sé por qué mis estudiantes chinos querían visitar el Rastro madrileño– y esa puede ser la distracción del común de la gente: comprar, vender y comer.... porque el problema –que me anunciaban a veces– de qué comer en China, es en realidad el problema de qué no comer.
En fin. La gente sigue siendo lo que más atrae mi curiosidad, y cierto es que parece dominar un tipo humano distinto, de cara más redonda y abocinada, que a veces sorprende por su belleza –masculina y femenina–, notable en la población infantil de lo que se adivina que es una burguesía ya poderosa, porque ese es el otro despojo del desarrollo: imposible de mantenerse por igual, las diferencias se hacen cada vez más patentes y frente al lujo –la flotilla de coches de alta gama es impresionante– de bastantes, cada vez me extrañan más los miles de jóvenes, por ejemplo, que trabajan larguísimas jornadas no haciendo más que estar de pie a la entrada de una tienda, pululando por los hoteles y restaurantes o haciendo pequeños servicios de transporte en los millones de motos que atiborran calles y aceras, en una mezcla continua, absoluta.
La anciana de una de las fotos estaba así, en cuclillas –postura muy china– vendiendo cuatro verduras, como se ve, en una esquina cercana a un mercado; y así seguí cuando volví cuatro horas más tarde, con las cuatro verduras, impertérrita. Lo de pasarse tiempo en una situación difícil tiene su hipérbole en los “dormidos”, esta vez traigo la foto del varón de mediana edad, dormido de pie al menos durante una hora (mi trayecto de ida y vuelta por allí).
No he resistido la foto de la madre joven con tres niños, uno de ellos a la espalda; ni de la moderna pareja en moto; de los ajedrecistas –varones de edad–, que ya empiezan a ser menos que los que juegan a la baraja; ni de las comidas colectivas en medio de la calle; etc. Porque todo ello es parte de lo que voy viendo, y solo una muestra pequeña de lo que admiro.
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