Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

domingo, 28 de septiembre de 2014

En dirección contraria....


Casi como continuidad de la entrega anterior, pues ayer me había propuesto visitar la sede de las olimpiadas, que para todas las pruebas con agua aquí tuvieron lugar. La sede se encuentran al final del larguísimo paseo marítimo que va bordeando la costa; y uno va reconociendo el lugar por la paulatina aparición de edificios modernos cada vez más altos, más sofisticados, más nuevos.... hasta encontrarse en un manhatan que mira al mar, el trade center de Qingdao, realmente impresionante tanto por su extensión como por su diálogo con el Pacífico, sin que falten zonas arquitectónicas y urbanísticas de diseño muy logrado, particularmente los extensos y amplios paseos que bordean la costa, primero abiertos, limpios y seguros; inmediatamente ajardinados, finalmente urbanizados con edificios de todo tipo. En algún momento, un panel explicativo dice que esta costa, así urbanizada, ¡se extiende durante 45 kilómetros!

No se terminan nunca estas ciudades, cada vez aparecen nuevas y nuevas situaciones urbanas. Por eso el viajero opta por los autobuses, desde donde asimila mejor todo lo que aparece y puede saber itinerarios y localizaciones. El cambio ahora, por ejemplo, desde mi barrio, en el viejo centro de Qingdao, pasando por las playas que forman uno de los cabos, hasta la ciudad olímpica, en la costa sur ya, mirando al mar, se entiende mejor.

En medio del fragor moderno no faltan los rincones apacibles, como esta plazoleta que mira al mar
La ciudad olímpica me llevó buena parte de la tarde, pues me sumé a espectáculos, canciones, barcos que recorrían la bahía, bailes de tropas (¿) y todo lo que me ayudaba a conocer y disfrutar del lugar y de sus gentes. Ya estaba oscureciendo mucho cuando intenté tomar mi sarta de autobuses que me llevara de vuelta a mi alojamiento –un cuarto pequeño en el centro, con cocina, claro, para experimentar. 

Tomé el 207, que apuntado lo tengo en la lista de los que veo pasar por mi barrio. El 207 me llevó durante media hora por barrios desconocidos; e iba con mucha gente, que se fue bajando. No reconocí mi barrio, de manera que antes de quedarme solo con el conductor bajé y tomé el 217, que es, seguro, de los que pasan por mi calle; también mucha gente, en silencio los adultos, con mucha juerga los más jóvenes –es sábado–; pasado un buen rato –de noche todos los gatos son pardos– el autobús, que también iba soltando pasajeros, entró por zonas desconocidas y cercanas al mar. Miré el mapa de mi IPad y comprobé que lo había tomado en sentido contrario, bajaba al extremo del cabo y no subía al corazón de la ciudad. Me bajé rápidamente y busqué una parada en la acera contraria; pero era de dirección única esa calle. La cosa se ponía más complicada, había que buscar la calle por la que volvía el 217. 

Me armé de paciencia y me senté en un banco a recorrer mi vocabulario: lo tenía que preguntar a alguien. Pero en esos malditos momentos a este viajero, que a veces es vate destemplado, le acució la inspiración, y en vez de cumplir las tareas de primera necesidad se puso a escribir versos en aquel banco con olor a mar y a tarde de sábado, casi sin luz y con un lápiz al que se le había roto la punta. Malos tiempos, pensé, mientras fluían los endecasílabos.
Y así pasó otra media hora, empalagado de azules nocturnos. Parece que entonces no se me hizo tan arduo preguntar que por donde volvía (utilicé un "hui" del que no estoy muy seguro) el 217 a un grupo de personas que esperaban en otra parada. Lo que me dijeron no estaba muy claro, pero las indicaciones y signos, sí. Y lo encontré.


Cuando por fin tomé el 217 camino de mi habitación, cansado, repasé la larga jornada: el maldito starbuck en el que no funcionaba su wi-fi y que me dio aguachirle como capuchino por ¡29 yuanes!; la chica que posó disimuladamente para mí, coronada por el sol, en la ciudad olímpica; el policía que no entendió nada de lo que le pregunté sobre los autobuses y me remitió a otro ("wen nin"); el festín de peras ("li") que me ayudan a sobrevivir, en tanto no estudie bien platos y condimentos....




En mi cuarto intenté recopilar el recorrido y asimilar el itinerario. Extrañamente el google earth no va bien; algo le pasa a mi ordenador; pero no, me avisa mi corresponsal lejana –en Cchongqing– que no, que esa estupenda aplicación no suele funcionar bien en China. Acudo a mapas de la web, pero la red se está convirtiendo en un escaparate publicitario sin respeto alguno para la veracidad ni el rigor y he de ir desechando casi todo.
He terminado puliendo y refinando versos.


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