Cuaderno de pantalla que empezó a finales de marzo del año 2010, para hablar de poesía, y que luego se fue extendiendo a todo tipo de actividades y situaciones o bien conectadas (manuscritos, investigación, métrica, bibliotecas, archivos, autores...) o bien más alejadas (árboles, viajes, gentes...) Y finalmente, a todo, que para eso se crearon estos cuadernos.

Amigos, colegas, lectores con los que comparto el cuaderno

lunes, 31 de mayo de 2010

Creencias y descreencias

Yo soy palentino. Las monjas de Villandrando me enseñaron a leer. Era koska, y tanto  en el instituto como con los jesuitas me hicieron católico. Ahora no soy católico, por descreencia, 
y tengo que averiguar si soy o no cristiano, no estoy seguro de si depende de mí o si al haberlo sido ya no puedo dejar de de serlo, como palentino, que lo soy inexorablemente. Y no me disgusta, lo de la castellanía recia, el frío del invierno y los ritos de la navidad a semana santa y san antolín –pan y quesillo–, que marcaron mi vida. Aviso que yo utilizo la minúscula fuera de toda filología, como gesto de desprecio hacia lo que ha alcanzado lingüísticamente una falsa dignidad. Si se pudiera ver cómo hablo en un registro inmediato, se vería que también  hablo con minúscula y que digo los nombres de las dignidades así, con caja baja: decano, ministro, rey (aunque sea apellido), dios, genoveva de bravante... Mi word se vuelve loco corrigiendo automáticamente, y se rehace y vuelve sobre sí mismo para ponerse con mayúscula; pero yo también vuelvo y le tecleo nuevamente: word, universidad autónoma, santa margarita, españa, … Pero escuchen, sin embargo: Perico El De Los Palotes, Moco Templado, Subterfugio… A uno le salen al paso pocas opciones de arreglar el mundo o al menos de acomodarlo a su manera, a como mejor parece que estaría, y en mi caso el arma de las palabras es, por profesión, la más cabal. Lo único que no conseguí iniciar durante mis doce años palentinos fue la aventura del amor con cuerpo ajeno, que así de retorcido me sale ahora llamarlo. La primera vez que hice el amor con dama, muy tarde para mi vanidad, me salieron agujetas y tomé azúcar, como cuando corría para entrenarme, agujetas de tanto moverme por creer que la cosa iba con el grado de aplicación que pusiera a mis movimientos.


 Las monjas de Villandrando, en Palencia

Fue Balín el que me explico que se podía uno correr, si se hacían bien las cosas, hasta siete veces. La vanidad de antes no me deja confesar que yo voy cumplido con la de una y que a la de dos, dios y ayuda, y eso que no soy católico, como dije ut supra; lo digo por lo de dios y ayuda no por la entrega carnal, por la coletilla.    Se me han quedado cosas enquistadas en latín, porque casi casi alcancé a ser monaguillo con los jesuitas de san Francisco, me faltó algo más de latín y osadía. Solo una vez lo intenté, para poder tocar la campanilla mientras se alzaba el santísimo; pero respondía con murmullos ininteligibles al cura que iba a dar la comunión, que me lanzaba unas miradas con muy mala hostia. No volví a intentarlo porque había riesgo. Cuando me echaron del instituto supe que había riesgo porque me llevaron a los maristas “provisionalmente”, que era el único colegio donde me admitían, y un hermano me quiso tocar la campanilla; y de resultas de no dejarme me dio una buena paliza. Del instituto me habían echado ya que el profe, de literatura, don Agustín Tinajas, dijo que o me iba yo o se iba él: así se pusieron las cosas. “Diligencia de Carmona / la que por la vega pasas / caminito de Sevilla / con siete mulas castañas….” era su poesía preferida para empezar los ejercicios de lengua y literatura, nombre oficial de la asignatura; con nuestra corta edad nos la sabíamos todos. El google actual, que tanto daño puede hacer a nuestra memoria colectiva, recoge como versión en  muchos casos la que censura el nombre de los forajidos: “Tragabuches, Juan Repiso, Satanás y Mala Facha, José Cándido, el Cencerro y el capitán Luis de Vargas”. Al grito de “yo soy el Capitán Luis de Vargas” tiraba petardos desde los jardines del Salón al aula de don Agustín, que empezaba las clases siempre dirigiéndome la misma frase: “Usted, váyase a la calle”. Se pensaba que así iba a poder controlar la clase, el infeliz. O él o yo. Echó un órdago y lo ganó; sé que hubo tratos y conversaciones con mi padre, que era persona de peso social, amigo del obispo. Me llevaron a los maristas “provisionalmente” porque estábamos entonces pendientes de irnos toda la familia a Madrid. He pasado por el Jorge Manrique hace poco y quise ver, morbosamente quizá, el expediente de expulsión, que me consta existe; pero no me dejaron, que quién era yo para hurgar en expedientes. Hurgo en la memoria. Memoria indocumentada. A San Francisco también fui, por si me dejaban ver el cuarto de las calaveras. En obras todo y cerrado. Una onegé había. “¿Sois cristianos o católicos o qué?” les dije, porque no me dejaban pasar, y miré a la chica pensando intensamente en los siete polvos, porque me habían inculcado los jesuitas que si mirabas a alguien intensamente pensando en algo todavía con mayor intensidad y fiereza, la persona mirada recibía el equivalente a la acción imaginada con pasión. Le miré con siete polvos; pero claro, mi imaginación debió de sentirse desbordada y fuera de sus posibles, en realidad le estaba pidiendo que mintiera, y aquella chica, que no estaba nada mal, no parecía estar sufriendo mis pasiones, probablemente estaba sintiendo que le mentía y el desorden de mi pregunta. “Balín, ¿y a partir del tercero no duele?”. “No, no, porque tienes que hacerlo así”. Y escenificaba con gestos, posturas, escenas y recomendaciones. Por eso tengo tantas agujetas. 

Casa natal del vate en Palencia,    Casa en C/Lope de Vega, 21





               
Plaza Mayor (Palencia

domingo, 30 de mayo de 2010

Claro de Luna

No distinguí bien los primeros sonidos, que de piano eran, indudablemente, pero como estaba saliendo del súper, se mezclaron con el ruido de las cajas de cobro, los paquetes, las puertas y el invariable saludo del senegalés apostado a  la entrada, que tanto me desconcertaba; no me esperaba realmente que en semejante lugar fuera a sonar algo así, solo cuando conseguí agarrar con la mano derecha las tres bolsas, mientras mantenía con la izquierda la mochila para que no se me cayera, para poder levantar la bolsa de las bebidas, al comenzar a andar, con ese balanceo típico de quien acarrea las botellas de bebida, los briques de leche, frutas y vaya usted a saber si incluso patatas y cebollas, solo entonces me di cuenta de que era el preludio, dios mío, era el preludio. Un maníaco como yo, que ha comparado ciento doce versiones –lo tengo que poner en el “blog”– de los nocturnos de Chopin, para quedarse con las lentísimas interpretaciones de Elisabeth Leonskaja y, sobre todo, de María Tipo, sabe perfectamente  que le quedan ocho minutos y medio para que, después del minueto, lleguen los cinco minutos, en las versiones más lentas, también, del Claro de luna. Enseguida me di cuenta de que en ese tiempo sí que podía llegar al portal, abrir, tomar el ascensor, entrar en casa. Y allí sería ya distinto. Allí, sí. Quizá en la penumbra del recibidor. Quizá incluso en la oscuridad del dormitorio, si me diera tiempo a bajar la persiana. Quizá… ¡Oh, no! “¡Buenos días! Muy bien, muy bien todos”. No hay que preguntarle nada, como distraído. No hay que darle pie. Soy un señor serio y grave, un intelectual quizá, no tengo por qué acordarme de que su marido sufrió un accidente la semana pasada. “¡Ah, pues bien que me alegro de que vaya mejorando!; un abrazo muy fuerte de mi parte”. “Sí, sí, porque llevo un poco deprisa”. “Me alegro, me alegro”. “¡Cuidado!” “No faltaba más!” Está terminando el preludio; a la habitación no llego, y no tengo gafas de sol ni hay donde refugiarse por aquí; si alcanzara por lo menos el portal, y que no haya nadie. “¡Sí, sí, la próxima semana!”. “Es que ahora voy con algo de prisa…” Se lo he dicho ya dos veces. Se va a mosquear. Si me fuera ahora podría cruzar la calle, porque el semáforo está verde. ¿Desde cuándo estará verde? ¿Cuánto le faltará para cambiar? “Bueno, pues es que ahora tengo que irme… usted no deje de darle ánimos, Y adíos”. No puede haber sido más brusco lo va a notar. Me van a cambiar el semáforo y no consigo zanjar los adioses. Me está diciendo algo. Como que no le oigo. Yo me voy. Por fin. Ese es el minueto. Este señor podría ir un poco más deprisa. ¡Cuidado!. No se cruzan los semáforos corriendo. Pasada la marquesina del autobús no hay obstáculo mayor; puedo llegar, puedo llegar: el último escollo es ese carrito de niño atravesado en la acera. Tengo que rodearlo, el minueto no llega nunca a los cinco minutos. “Señora, ¿me permite?” Ya. Me he enganchado. “¡Señora!”. Pero, ¿qué pasa? ¿Y ese tirón que me han dado?
Una hilera de naranjas llena de travesuras la calzada mientras siento cómo pierde peso mi bolsa de la derecha; frena estrepitosamente el autobús que acababa de llegar; se balanceaba otra de las bolsas de la compra enganchada al carrito del niño y termina por caerse al suelo llenando el aire de un ruido estrellado de cristales mientras la madre grita.
Al fondo, el claro de luna.

[Denis Antonio]

viernes, 28 de mayo de 2010

Miguel Hernández. Homenaje, recordatorio y profanación

Cada cien años hacemos memoria colectiva. La del 2010, que también hubiera sido la de Francisco Pino, por referirme a poetas, nos lleva a ese volcán poético entristecido y derrocado que fue Miguel Hernández. Creo que nunca se ha dejado de leer, porque tenía, cuando quería, voz de pueblo y a ella descendía con frecuencia, por ejemplo en su cancionero de la cárcel, que vino a llamarse "Cancionero y romancero de ausencias". Lo editamos, poniendo mucho cuidado (a partir del autógrafo), Pablo Moíño y yo hace poco en una colección peculiar, la del Ayuntamiento de Madrid, por encargo de Claudio Guillén. El día de su presentación, los conocedores de la obra de MH dijeron  públicamente que era "la mejor" edición de este hermoso libro póstumo. Había cambios textuales, pequeños, pero los había, acompañando un estudio (Animal del mediodía) en volumen aparte, con ilustraciones de José María Sicília. En ambas cosas, pero sobre todo en la edición, Moíño había puesto su inteligencia y sensibilidad. Ustedes no saben quién es Moíño, cuya biografía llevo escribiendo desde hace unos diez años, y todavía no me ha consentido que publique ni fragmentos de su paso entre nosotros ni retazos, que a veces le robaba, de su obra literaria. Ello dirá.


En el entretanto, hojeo las novedades, exposiciones, reposiciones... de la obra de MH; y veo, por ejemplo, en la voluminosa y carísima edición de la Obra Completa que reedita Alianza, que la edición que les comentaba ni se cita. Vaya por dios. Y ponemos este dios con minúscula, como suelo, para que no trascienda demasiado. Aunque da cierta pena que el trabajo se pierda y el rigor y el conocimiento no sirva para mucho.


Como quiero quitar hierro al asunto, ahora que empieza la Feria del Libro de Madrid, que entrará mañana, junto a la poesía de María Victoria Atencia (sí, estamos todos de acuerdo, es excelente) en este cuaderno de pantalla, vamos a profanar uno de los libros retóricos de MH, que después de Perito en Lunas no supo desprenderse del todo de sus modelos barrocos en El rayo que no cesa, uno de cuyos sonetos más conocidos va en versión apropiada a los tiempos que corren, en homenaje a esas gentes con las que MH convivió y para las que escribió. La profanación va más abajo, terminando; ahora vamos a compensar anunciando que en el número 1 de la revista Manuscrtcao, de inminente aparición, se publican dos autógrafos inéditos de Miguel Hernández, en trabajos de Víctor Sierra y Javier Maldonado, respectivamente.
Parece increíble, pero la edición de El rayo que no cesa me la dio a conocer, a escondidas, en la vieja facultad de letras de la complu, cuando ya estaba terminando la licenciatura, Balín, recitando con voz secreta en un rinconcillo: "Por una senda van los hortelanos  / que es la sagrada hora del regreso / con la sangre injuriada con el peso / de inviernos, primaveras y veranos; // vienen de los esfuerzos sobrehumanos / y van a la canción y van al beso..." Fue emocionante. Me prestó la edición de Austral, forrada, para que no se viera que era poesía subversiva. También estoy escribiendo la biografía de Balín, que tiene, entre otras características, muchas más ex- que yo. Bueno. Cerramos. Ya hablaremos.



       EL BANCO QUE NO CESA

          Urgido por la letra, casi bruno,
          porque la letra viene y ametralla,
          donde yo no me hallo no se halla
          hombre más arruinado que ninguno.

          Sobre la letra peno solo y uno
          letra es mi paz y letra mi batalla
          perro que ni me deja ni se calla
          al comienzo de mes siempre oportuno.

          Letras y bancos llevo por corona,
          letras y bancos siembran sus leopardos
          y no me dejan en paz mes alguno.

          No podrá con las letras mi persona
          rodeado de deudas y de dardos,
          cuanto más se me presta más consumo.

jueves, 27 de mayo de 2010

Evocación. Alonso Zamora Vicente. De maestros y discípulos


Tengo encima de la mesa el libro de la ilustración, que recoge una preciosa selección de artículos de Alonso Zamora Vicente, uno de mis maestros, seleccionados y presentados por Mario Pedrazuela, uno de mis discípulos, quien sobre Zamora y su actividad intelectual realizó su tesis, dirigida por mí. Esa es una cadena, a veces lograda, otras no, en nuestro mundo universitario, o en lo que era. Precisamente "don Alonso," como le llamábamos todos, tuvo para durante muchos años la virtud de la escritura evocadora, con estilo azoriniano,  particularmente durante los años en los que esa prosa había caído no solo en desuso sino en desprestigio, probablemente debido a los embates histórico sociales, que reclamaban la colaboración directa de los escritores, de las novelas, de los estilos... ¡Cuánta queja escondida en las páginas de don Alonso porque no se le reconociera debidamente la avanzadilla de sus narraciones!  Al releer estas páginas he confirmado algo que primero intuía y luego saboree de su compleja personalidad literaria: lo que a mí me llegaba de su maestría y, luego, de su amistad era la conversación evocadora, las viñetas de su memoria, lo que movía desde el pasado hacia el presente. Él y su  memoria eran la mejor novela, sobre todo cuando abría el inmenso paisaje de su vida y evocaba: Unamuno, Juan Ramón, Cortázar, Borges, Valle-Inclán, Cela, Dámaso Alonso, Lapesa, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Alfonso Reyes...; o la vieja universidad complutense, el barrio de la Latina, Buenos Aires, Santiago de Compostela... Y eso es lo que el libro nos da, eso sí, con el estilo jugoso, rico, matizado, siempre bordeando la melancolía, de un prosista excepcional, con su léxico ya acomodado a un estilo especial ("zozobra, balumba, azares..."), que aparece en cuanto uno empieza a leer, por ejemplo esta página sobre Unamuno:

 Zamora Vicente recuerda su encuentro salmantino con Unamuno

Con Cortázar y Aurora Bernárdez, en Salamanca
Don Alonso, hoy leo esas páginas como tú querías que leyéramos tus cuentos y tus novelas, enfrascándome en ellas, entendiendo y saboreando y  lo que dices y lo que insinúas, con el conocimiento del discípulo que había trabajado con tus textos críticos y filológicos, que te vio llegar desde el exilio, observó cómo te encumbrabas en este país de glorias pasajeras, y compartió tu apartamiento final, en un profundo gesto de desplante porque no entendías o  no aceptabas lo que estaba ocurriendo, quizá porque no había mucho que entender. Te leo y me pareces un escritor admirable, necesario para recuperar y sostener en nuestra memoria ese tiempo que fuimos y desapareció.