Lo
más extraño de aquella noche fue haberla vivido en territorio propio, en mi
espacio, incluso en mi cuarto, donde mi pensamiento y mi imaginación se
acomodaban a la costumbre y los objetos ocupaban el lugar que yo les había
otorgado, para que no dieran mucha guerra, incluso domesticados, como la foto
sicodélica de mis padres, un peluche panda de los últimos reyes en los que
creí, la cerámica que compré en Triana, que hubiera debido ser cenicero o
jabonera, la muestra de pirita que me trajo Carlos de su viaje a México, la
foto que me hizo Juan, desnuda pero “sin que se me viera nada” –como decía él–,
hasta el modo de poner la silla, con el almohadón naranja de respaldo. Vamos,
todo. Espacio domesticado. Lugar de reposo. Enfadada por lo que había
organizado Marga, sin avisar prácticamente –“vendrán Gena y Fernando”–; incómoda
por haberlo aceptado, lo que significaba la habilitación de mi territorio para
los que vinieran. Finalmente, resuelta a pasarlo de cualquier manera, pues
cuando llegué –muy tarde, desde luego, la cena y la discusión con Juan habían
cerrado el bar– la invasión se había completado y ya se estaba alcanzando la
fase posterior, la más intensa, antes de la deshilada, que vendría con la
madrugada.
En casi todas las habitaciones intuí que había gente, en su mayoría
acoplados, y en algunos rincones, varios miembros de una tribu, entregados a las
ceremonias tradicionales al uso. Busqué algún círculo interesante, pero ya no
los había, solo quedaban las parejas o los tríos con su fórmula cerrada y
completa, y alguna gente perdida en su rincón, huida a la somnolencia de la
raya o del alcohol. No sé por qué decidí yo también evadirme con una pastilla y
un trago largo de algo con red bull y
fondo de whisky, excesivo, como siempre que se pasa uno con el red bull, el peor remedio; evadirme en
mi propia casa, incluso en mi propia habitación, que hubiera debido protegerme
y que decidió, en vista de mi traición, hacer de las suyas y dejarme como
extraña, sentada en mi cama. Al poco rato me sentí cansadísima; quise que me
dejaran tumbarme, o recostarme al menos, en el sofá o donde sea, ya que casi
toda mi cama estaba ocupada por un monigote semiborracho, Fernando; quise evadirme
de todo, quizá para dormirme o para que se me pasara pronto el efecto de la
bebida, o para que llegara pronto la madrugada y refugiarme en el silencio, que
visto desde aquella situación era como un oasis. Sin embargo, no conseguí
dominar exactamente lo que que hacía ni construir lógicamente un estado de la
situación. Y en ese estado hube de tomar la estúpida decisión de entregarme
tontamente a ese gorila, que súbitamente me apeteció y que no supo, por más que
lo intentó, satisfacerme; satisfacerme cuando había decidido que a lo mejor
merecía la pena, cuando había llegado a la resolución absurda de intentar sabe
dios qué –tensión, deseo–, que lo único que quería es haber alcanzado algún
tipo de sensación física apropiada, un modo de plenitud que me reclamaba todo
el cuerpo, probablemente como compensación a la dispersión mental. Y el gorila me
manoseó el culo, me golpeó el pecho, me hizo daño en los labios, se fue del
beso cuando empezaba a gustarme y del abrazo cuando empezaba a sentir el calor
que me subía por la piel, entonces al gorila –Fernando, en lenguaje civil, teórica
pareja de Gena, a todas luces más que colocado– le dio por separarse, quitarse
los pantalones y volver a intentar, sin conseguirlo, acariciarme los pezones. Era
grotesco verle cumplir con los trámites de un polvo normal como si fuera un
autómata. Parecía que a quien estaba manoseando no era a mí: yo era cuerpo
ajeno y espectadora al mismo tiempo. Ni me supo quitar el sujetador, que se
abría por delante y no por detrás, ni llegó con los labios más que a algún
lugar debajo de la clavícula, mientras restregaba su sexo por encima de mis
pantalones pensando que aquello era el no va más de mis pretensiones. Un
momento hubo en el que le miré para intentar saber qué tipo de aventura pensaba
estar viviendo y para que se fijara en mi mueca de disgusto: me devolvió una
mirada babeante de signo contrario, como si aquello fuera el logro de una
pasión exquisita. Totalmente convencida de su ineptitud y de la ausencia de
riesgo, le dejé hacer. Anduvo penosamente de un lado a otro de mi quietud sin conseguir
ya no solo acercarse a cualquier tipo de unión, ni siquiera logró descubrir
algunos de los santuarios que mi cuerpo había pedido a gritos que le ocuparan.
Eso sí, jadeó, se agitó, se llevó la mano al sexo y con una especie de estertor
lejano me manchó la camisa y se derrumbó luego, no sé si feliz, agotado,
borracho o dormido, a mi lado, con la boca torcida y despeinado. La frialdad de
la espectadora que habitaba mi cuerpo era total.
Imposible
averiguar después del trance si aquel había sido el gorila que más me había
apetecido en algún momento–quizá cuando me lo presentó, como un triunfo, Marga–
o si sencillamente lo acepté porque estaba al alcance de la mano, al lado, en
mi propia cama, de modo que después del numerito consideré que no merecía la
pena intentar alguna salida a mi estado de nerviosismo e insatisfacción; con la
experiencia de aquel inútil pedazo de carne ya estaba escarmentada. Serena,
fría y escarmentada. Y es en ese momento cuando me vino la meditación de
marras, la de la noche extraña.
Alargué
la mano para encontrar mi vaso, probé algo que tenía un fondo de ron caliente y
que no era mío; me levanté abrochándome la camisa y enganchando el cinturón y busqué algo que
beber en mi propia mesa de trabajo. Se oían tres o cuatro tipos de música o
quizá una sola muy muy alta, Pink cantando “Try”, tan alta que la batería
parecía otra orquesta y el coro de féminas que daban el contrapunto al fondo la
letra de otra canción. Estaba toda la habitación muy oscura, pero el rectángulo
de luz azul que nos mandaba la puerta abierta componía un cuadro de sombras
enlazadas que no eran las habituales de mi espacio, porque yo andaba buscando
cómo salir de allí, liberarme hacia no sé dónde.
Hacia
la puerta me fui. Es entonces cuando el tiempo se hizo lento, muy lento, procesional,
durante la travesía de aquellos pocos metros, mirando a unas y otras
habitaciones según pasaba, incapaz de ordenar recuerdos, todavía aturdida. Y
así pasé por delante de la habitación de Carlos y Mero, por delante de la
puerta del cuarto de baño, pasillo arriba, hacia el fondo; una silueta de dos
sombras en la puerta de la cocina me impedía el paso limpio, era difícil seguir
hacia el fondo de pasillo, en donde intuía que podría alcanzar algún tipo de
descanso, de huida, de apartamiento. El halo de luz que venía del interior de
la cocina me dejó ver el perfil afilado de Gena: con los ojos cerrados, recibía en su boca a algún
gorila –no distinguí quién era– y tenía un rictus de dolor; sin duda su animal
le había hecho presa de algún rincón secreto y o ella no sabía como entregarlo
o él no sabía como manejarlo; justo cuando iba a seguir pasillo arriba abrió
los ojos y pude hacerle una seña rápida con la cabeza, hacia el otro lado del
pasillo –para insinuarle una escapatoria–, donde se abría la habitación , la
“leonera”, como decía mi padre, que había sido habitación de los “chicos”
pequeños, Ricar, Susanita y Sustantivo; en un momento de respiro Gena alcanzó a
decirme: “Están todas ocupadas”, y se entregó al nuevo asalto de su gorila,
pero no sé si a defenderse o a corresponder.
Otra
vez la lentitud del tiempo. Pudieron haber pasado horas hasta que alcancé con
los ojos semicerrados el final del pasillo
y dudé, un momento, sobre qué derrota tomar: la de Alfredo, a la
izquierda, o la de Carmela a la derecha. Me asomé primero a la de Alfredo, un
espacio siempre protegido donde mi hermano mayor había gastado días y noches
sentado delante del ordenador; alguna vez, sentado en sus rodillas, me enseñó
parte de sus secretos (“no toques ninguna tecla, Inés, y no se lo cuentes a
nadie”), y aparecían chicas maravillosas a las que amaba –a todas– y con las
que se intercambiaba mensajes incesantemente; o me dejaba asistir a un chat
colectivo en donde llevaba la voz cantante, y sobre todo, donde me ponía los
cascos y me enseñaba a escuchar músicas extrañas, que yo oía embobada, feliz,
deseando ser mayor como él para llenarme de secretos. La habitación de Alfredo,
sin embargo, no conservaba ya nada de cuando él estudiaba –vivía– allí, se
había convertido prácticamente en un almacén de trastos que se habían quedado
sin vida –lámparas, almohadones, un equipo de camping, impresoras viejas, la
butaca de mi madre, colecciones de cromos, ropa de todo tipo....–. Eso sí, se mantenía,
en el rincón, la vieja cama de ikea en madera de haya, con colchón de goma
espuma, en donde había otra pareja al parecer fumándose el sabroso porro de
después, todavía semidesnudos. Opté por la derecha. Por un momento pensé que
iba a tropezar con Sustantivo jugando a la nintendo, y de hecho tropecé con
algo, pero no pude saber con qué. “No enciendas la luz, Inés”, me previno una
voz susurrada, casi seguro que de mujer. “No pensaba encenderla”, susurré en el
mismo tono con un deje de reprobación. Además poco podía ver; me escocían
sobremanera las lentillas. Necesitaba cambiármelas. ¿Donde andarán mis gafas?
En el bolso. ¿Y el bolso? En la entrada o en mi habitación. Buff. Tendría que
volver por el pasillo nuevamente y aquel camino se me había hecho eterno.
Además, había otras urgencias. Descansar, quizá, la primera. A la entrada de la
habitación de Carmela me apoyé con la espalda en la pared y empecé a deslizarme
hacia abajo, allí había un lienzo de pared antes de que se abriera el armario
empotrado, un espacio discreto semioculto donde Carmela colgaba los posters del
los tíos que más le excitaban. Hace tiempo que la pared se quedó sin tíos; no
sé si porque Carmela se los llevó cuando se fue con Isabel o si los hizo
desaparecer o si fue una última y desesperada actuación de mi madre, yo no
quise intervenir en aquello, implícitamente pensé o hice para que se arreglara
por sí mismo, y así habrá sido probablemente, nunca más supe de Carmela, la
mayor, la más envidiada por todas. ¿Dónde estaría ahora? ¿Seguirá con Isabel?
Alcancé a sentarme en el suelo y miré hacia arriba: la habitación parecía más
grande mirada desde el suelo; pero no veía nada, aunque se oían más ruidos que
en el pasillo, música que llovía sobre mí, música ahora lenta, sensual, apenas
susurrada, con el compás de varios juegos de sombras en el techo, con las que
podía imaginar que todo lo que sucedía sucedía de otra manera. Se detuvo la
lentitud. Extendí las piernas: no molestaba a nadie, nadie me veía, nadie se
fijaría en mí, no necesitaba a nadie, llovía la música –ahora cantaba James
Arthur– llovían las sombras, llovían los recuerdos inesperadamente. En el
momento de apresurar las caricias y dejar que mis dedos me alcanzaran por
debajo de la ropa me acordé de la primera vez –¿habrá sido la primera vez de
verdad?– cuando logré el éxtasis de los ojos cerrados y el temblor de la
sangre, también por la noche, en silencio, acurrucada, allí cerca, mientras
Carmela e Isabel pasaban de los susurros a los besos y de los besos a las
caricias.
[Denis Antoine]
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