Para quienes somos de generaciones viejas el Mekong nos trae recuerdos ingratos, cuando los bombarderos americanos arrasaban todas las poblaciones y aun la selva hasta llegar a Hanoi. He comprobado que la gente no recuerda aquello. Un ejercicio más de matanzas e injusticias, como todos los que se siguen cometiendo ahora en cualquier lugar del mundo: Turquía, Líbano, Irak, Siria.... en defensa de intereses que nunca son los nuestros, que nunca son los de las gentes sencillas que allí viven.
He navegado durante un par de horas el Mekong, desde el muelle turístico y quizá pesquero de Jinghong, después de atravesar el puente que caracteriza el panorama de la ciudad. El viajero –obligatoriamente convertido en turista, interno, no había occidentales– ha de elegir alguno de los grandes barcos que acogen a los que llegan en autocares. En mi caso elegí bien, pues nada más ir a abordar el barco, en el cuarto piso de aquel barco, nos pedían que fuéramos un grupo de jóvenes de ambos sexos ataviados de tahitianos, cantando y bailando. Y fuimos.
Nos colocaron en una sala, en mesas redondas en las que había frutas de todo tipo, que podíamos saborear; y enseguida –está todo regulado– nos llevaron a otro piso, a otra sala enorme, a modo de cine, en donde iba a transcurrir un espectáculo de bailes, cantos y trajes.... Aquello no me gustaba tanto, sobre todo porque el barco había emprendido su marcha y navegaba por el Mekong: el espectáculo de la vegetación, las aguas densas del río, las urbanizaciones y edificios que a veces aparecían, etc. era inmensamente más atractivo que aquellos jóvenes contratados en Jinghong para tiznarse, vestirse con plumas de colores y agitar sus largos cabellos.
La fortuna me premió, porque quien organizaba la entrada a la sala de espectáculos tenía un perfil del que rápidamente me enamoré, y cuando con todo el disimulo del mundo obtuve alguna foto, ella, que se había dado cuenta, con el mismo disimulo que yo, me ofreció perfiles ventajosos.
Terminó la navegación. El sol se ocultaba detrás del largo puente y decoraba todo aquello. Como siempre que la belleza se pasea ante mis ojos, volví algo entristecido hacia mi hostal. En el camino encontré una pastelería y allí entre –a saco– contraviniendo los desvelos de mi médico, para una hipálage harto conocida, darle al gusto lo que venía de otro lado. Mis pasteleras eran de otra minoría. Hablé con ellas y les pedí que me hablaran en su lengua.... En Jinghong, como en otros lugares, todos los carteles, avisos, rótulos, etc. están siempre, además, en las lenguas indígenas.
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