En el cine es donde mejor se entiende que la exposición del mal –el tema del mal– es necesario para enseñar la historia, se extraiga explícitamente luego o no una derivación moral o una enseñanza de cualquier tipo. La exposición de hechos históricos pasados por el celuloide no puede ocultarlos sistemáticamente, o disfrazarlos, pues se ofrecería solo una parte de la historia, de cualquier historia, y ya es bastante lo que el tiempo olvida y la historia no recupera como para además recurrir a esa estratagema. Además, en fin, eso no suele ser así. Las mil posibilidades de los juegos de estilo (perspectiva, tiempo, diálogos, música, etc.) permiten a quien dirija una película y ordene cámaras, temas, diálogos, etc. referir la historia llena de matices, incluso un modo más hábil de negarla o exagerarla.
Diálogo con el director al término de la película (cine Doré, Madrid) |
Otra cosa es, precisamente, la versión cinematográfica, es decir, la realidad artística: película reflexiva, más proclive al diálogo y los paseos de la cámara –estupenda la fotografía– que a los efectos y los excesos dramáticos que el tema hubiera permitido, no creo que sea muy aplaudida ni degustada por público numeroso, cuyas preferencias mayoritarias se inclinan cada vez más hacia rasgos de percepción simple y superficial.
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